Bajo la sombra del Darién, el puerto de Obaldía era un lugar muy pobre de calles polvorientas, casuchas mal hechas y gente hambrienta. La mayoría de las personas eran de raza negra, altos, delgados, huesudos, sin grasa en el pellejo, con el rostro chupado y pómulos salientes; parecían calaveras en movimiento y en medio de toda esa miseria humana y esa carencia material, surgía como una cachetada en la boca, la figura sensual y voluptuosa de la negra Candé.
Quién se podría imaginar que en medio de toda esa mierda, que en medio de ese olvidado ancladero, podía existir una mujer tan atractiva, como la negra Candé.
Con sus cincuenta años, su metro sesenta de estatura, su cabello ondulado, negro azabache, cuyos rizos descansaban suavemente sobre sus horizontales hombros, los mismos que exhibía con fina coquetería; sus ojos oscuros como la noche miraban con un brillo que atraía como la luz a las polillas; lucía un cuerpo juvenil con más curvas que una carretera en los Andes, y su calidad voz era como el canto de las sirenas que hechizaba y nos hacía olvidar donde estábamos.
Mientras la veíamos nos olvidamos de ese miserable fondeadero, pues todo alrededor de la negra Candé era tan diferente. Desde sus pies protegidos por sus blancas sandalias de piel fina y tacón; su cuerpo tan lleno de vida, lucía un pulcro vestido de color naranja con vivos blancos tan inmaculados que parecía estar aún en un escaparate haciendo fulgurar sus piernas bien torneadas, su cintura de avispa, sus brazos bien primorosos y adornados con brazaletes de oro puro, y sus manos suaves adornadas con anillos y sortijas de oro macizo en cada uno de sus dedos, con sus uñas largas pintadas de rojo como una diosa de ébano exhibiendo sus aretes y su medallón del dorado metal por el cual los europeos conquistaron América.
La negra Candé en medio de toda esa desdicha parecía emerger de un sueño guajiro como su propio restaurante que, en comparación con el resto de Obaldía, era un espacio de lujo. Era el único comedor del sórdido puerto y a diferencia del resto de las casas estaba bien edificado. Había sido construido con ladrillos, fierro y cemento, para que dure una eternidad. Era grande, diseñado para atender fácilmente a unas 100 personas, con mesas bien distribuidas, limpias y manteles de color naranja con blanco como el color de las paredes y su grandes ventanas de vidrio y herrería.
Todo el restaurante en medio de la penuria era una fantasía. Bien limpio, en sus mesas no había ni una pizca de polvo y la misma negra Candé con su blanca sonrisa y sus dientes aperlados era quien atendía. Ella misma tomaba las órdenes de los comensales y con su sensual estampa servía el pedido en elegante loza de color blanco y cubiertos de acero inoxidable.
Estar en el restaurante de la negra Candé nos hizo olvidar que el negro Caicedo jamás regresó con la chica del pantalón camuflado.