Garabatos de un caminante

Garabatos de un caminante
Apizaco, Tlaxacala, México

sábado, 8 de noviembre de 2025

EN PRIMERA PLANA. MIS MEMORIAS EN OJO: SE LO TRAGÓ LA SELVA.

Crecer en el Perú nunca fue fácil.
A los 7 años fui testigo del golpe militar ejecutado por el cachaco Juan Velasco Alvarado el 3 de octubre de 1968. En esa fecha, el demente milico, nos quiso llevar al paraíso marxista; pero, sólo hundió a mi patria en la miseria, el hambre, el odio y el caos.
En 1975, Francisco Morales Bermúdez, sacó del poder al piurano socialista y se abrió hacia una economía de mercado. Pero, la crisis social desplomó más al Perú en la desigualdad social, la migración, la pobreza y ahora se sumaba la inestabilidad educativa. 
La inseguridad educativa propiciada por el Sindicato Único de Trabajadores de la Educación del Perú (SUTEP) dirigido por Horacio Zeballos Gómez, de Patria Roja, despeñó todavía más la educación del país.
En el año 1977 el SUTEP provocó una huelga magisterial de cinco meses, que arruinó el desarrollo pedagógico de millones de niños, adolescentes y jóvenes en edad escolar.
En 1978 otro paró similar siguió demoliendo la educación peruana.
Ese mismo año, Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador del partido aprista, también con ideales marxistas, ganó la asamblea Constituyente.
En 1980 la democracia regresa al Perú con el triunfo de Fernando Belaúnde Terry.  Un político con valores de libertad, justicia social, sin estatismo; pero un 18 de mayo de ese mismo año surgió el terrorismo. 
Sendero Luminoso (SL) y el Movimiento Revolucionario "Túpac Amaru" (MRTA) comenzaron a desangrar el Perú mediante una guerra fratricida que duró 12 años.
Por estas circunstancias, en aquellos años, estudiar en mi patria era un privilegio, tener un trabajo una bendición de la Virgen Santísima y sobrevivir todos los días generando sus propios ingresos un milagro Divino.
Creo que ahora pueden comprender porque los peruanos trabajamos duro con un propósito de vida, sin escatimar esfuerzos y sin esperar nada de "papá" gobierno.
En los 80 periodistas jóvenes y veteranos nos entregábamos con pasión a nuestro trabajo, sin calcular los riegos inherentes a la naturaleza de nuestro oficio.
Y esa mañana soleada fuimos de comisión a Tingo María, en el departamento de Huánuco, selva alta de la Amazonía Peruana.
A las seis de la mañana en un avión táctico Antonov de fabricación soviética volamos invitados por el viceministro del 
Interior, Agustín Mantilla. 
Acompañados de efectivos policiales, agentes de la DEA, la Administración de Control de Drogas, de los Estados Unidos de Norteamérica y varios corresponsales extranjeros acreditados en el Perú despegamos.
Era obvio que íbamos a una operación contra el narcotráfico que azotaba la selva alta peruana.
Lo que no era evidente era la sorpresa que el destino tenía preparada para uno de nosotros.
Sin adivinar el futuro aterrizamos en un campo de pasto rectangular tan largo como el aeropuerto José Quiñones Gonzáles de la ciudad de Chiclayo, mi tierra natal. 
Allí bajo el sol y el calor amazónico esperamos la llegada de una docena de helicópteros.
El ruido de las hélices y los motores de las naves de combate rompieron el silencio del aeropuerto rural. 
En el cielo azul las libélulas de hierro formaban un ala delta, como en las películas de la guerra de Vietnam.
El escuadrón se detuvo a media altura y bajó el primero de ellos al cual subió el viceministro y su equipo.
Poco a poco fueron bajando y cada uno de nosotros subimos a las naves, Bell, de fabricación norteamericana.
Sin demora todos los helicópteros estaban en el aire siguiendo al líder rumbo a selva virgen. 
En cuestión de minutos estamos sobre un tupido manto verde y ríos zigzagueantes.
De pronto desde la altura se divisó un puntito blanco, como una manchita de cloro en una inmaculada mesa de billar. Era un helipuerto clandestino descubierto por la Unidad Móvil de la Policía Rural del Perú (UMOPAR), dedicada a combatir el narcotráfico en la sierra y la Amazonía peruana.
Fotógrafos y camarógrafos, nacionales y extranjeros arriesgando su propia vida comenzaron a hacer su trabajo. Los agentes de la DEA, que a simple vista parecían más peruanos que la papa por sus rasgos físicos, también fotografiaban y filmaban desde la altura de los helicópteros.
Al borde de las puertas abiertas de los Bell tomaban sus mejores fotos y hacían sus mejores tomas. 
Mientras un par policías, sentados y asegurados a cada una de las puertas, con sus ametralladoras y el dedo en el gatillo apuntaban hacia abajo, hacia el punto de aterrizaje ilegal. Estaban listos para repeler cualquier agresión. 
Los narcotraficantes desde esos años ya contaban con mejor armamento que la policía nacional y eran temidos por su poder de fuego. Los narcos contaban con lanzacohetes "Instalaza" de fabricación española, y era bien sabido que ya habían derribado más de un helicóptero de las fuerzas del orden local.
Sin ningún percance y de forma ordenada uno por uno fue descendiendo. 
Sin tocar tierra los insectos de acero se posaron en el aire. Todos bajamos dando un pequeño brinco. Y conforme brincábamos las naves desaparecían entre las copas de los enormes árboles.
En segundos el ruido de las hélices y los motores desaparecieron. Sólo se oía el ruido de la selva virgen.
Nosotros estábamos de pie alrededor del viceministro; más de una veintena de policías bien armados nos protegían hasta que uno de ellos dio la orden y todos nos pusimos en marcha uno tras otro.
En fila india poco a poco nos internamos en la espesura y la penumbra de la selva húmeda.
El calor, los mosquitos, el terreno resbaloso y la espesa flora a cada paso fastidiaban; pero, nuestro apetito por la verdad y la noticia nos empujaba a seguir adelante sin mirar atrás. 
Hacia atrás ya no se veía el helipuerto. Hacía arriba ya no se veía el sol, hacia el frente, hacia la derecha o a la izquierda solo se veían enormes árboles y una tupida vegetación.
La penumbra reinaba en su máximo esplendor convirtiendo el día en noche. 
Sólo unos cuantos rayos solares como brillantes saetas atravesaban las ramas de los árboles y el oscuro bosque.
Los umopar con sus machetes abrían camino y nosotros íbamos siguiendo sus pasos como en las películas de Tarzán.
De pronto en medio de ese desierto verde, un efectivo ordenó formar dos grupos. Uno iría con el viceministro que fácilmente pesaba más de 120 kilos, medía un poco menos de un metro ochenta centímetros y se notaba claramente que era un hombre obeso. El otro grupo integrado sólo por miembros de la UMOPAR cruzaría un tronco de árbol que servía de puente para cortar camino hacia el objetivo.
El tronco medía unos diez metros de largo por unos 80 centímetros de diámetro. Tenía buen tamaño y un buen espesor. En otras circunstancias, en otro lugar más seco hasta un niño lo cruzaría corriendo; pero, aquí en la selva húmeda era una trampa mortal, era como caminar sobre un palo encebado.
Los policías no querían arriesgar la integridad física del viceministro, ni de los agentes de la DEA, ni de los periodistas invitados y mucho menos de los corresponsales extranjeros. 
Al parecer todos seguiríamos el grupo del político para mantener a salvo el pellejo. 
Yo esta vez no dudé en seguir al pie de la letra las instrucciones, no quería que me volviera a ocurrir lo que me pasó en la selva de La Merced donde pude perder la vida al caer en arenas movedizas. (Leer la historia "No era mi hora).
Sin embargo, en silencio, si avisar a nadie el veterano camarógrafo de un noticiero limeño se separó del grupo y antes que alguien pudiera evitarlo ya estaba caminando sobre el peligroso tronco con el fin de ser el primero en cruzarlo y lograr tomas exclusivas para su empresa. 
El hombre de los videos no consideró el riesgo, ni cálculo el peso de su cuerpo ni de su equipo. En los ochenta entre la cámara móvil y la casetera se formaba un peso de 40 kilos.
Pese a su fortaleza física no logró avanzar demasiado, perdió el equilibrio, cayó como un costal humano con su cámara en el hombro izquierdo y su casetera colgando del lado derecho.
Sólo se escuchó un grito de pavor y, bajo el tronco, la maleza abrió sus fauces como una enorme planta carnívora engullendo al camarógrafo.
La maleza abrió y cerró su espantosa boca en un segundo. Luego ya no se escuchó nada, ni gritos de dolor, ni gritos de auxilio. Todo se hizo silencio, un silencio aterrador, pues todos habíamos visto como el monstruo verde se había tragado a nuestro colega. Estábamos mudos de espanto hasta que un UMOPAR gritó: ¡Hombre caído!  Y se lanzó a la boca del monstruo verde. Una vez más la maleza se abrió y se cerró en automático. Luego otro con su linterna en mano hizo lo mismo y en seguida se lanzaron dos más...En total 4 umopar habían saltado en medio de un silencio sepulcral. Nadie quería hablar ni hacer ruido. Queríamos escuchar algo que nos confirmara que el compañero estaba vivo.
Hasta que se escuchó por medio de un walkie talkie la voz que decía: "Está vivo, pero inconsciente. Pidan un helicóptero tenemos que evacuarlo al hospital". 
En ese momento el silencio se rompió y el viceministro ordenó: "Sigamos adelante. Los umopar se encargarán de él".
Minutos después llegamos a un laboratorio de Clorhidrato de Cocaína. 
Los narcos se habían dado a la fuga. No se detuvo a nadie, pero se destruyó con fuego una piscina para la maceración de hojas de coca, una gran cantidad de químicos; decenas de secadoras, un grupo electrógeno que proporcionaba luz eléctrica a todo el laboratorio como a las chozas de los narcos; también se quemaron televisores, ropa de niños y de bebes; una cocina a gas, una enorme antena parabólica, equipos de radio y anaqueles con pasta básica de cocaína. Aunque no se detuvo a nadie se incautó una tonelada de cocaína y el laboratorio clandestino quedó totalmente destruido.
Después de ésto todos regresamos a Lima menos el camarógrafo, quien quedó internado en el hospital de la policía de Tingo María. 
Nunca más lo volví a ver; pero, me enteré de que aquel colega nunca más volvió a su trabajo. Decían que la selva se tragó su espíritu, le mermó su pasión y sin pasión no se puede hacer periodismo, en especial esos años tan convulsos de la historia del Perú.