El lunes empezaron las clases en toda la República Mexicana y me da mucha tristeza ver las escuelas de mi colonia vacías.
Ya las mamás y sus hijos e hijas no pasan corriendo por mi casa.
Ya no se escuchan los gritos de las madres de familia apurando a sus hijos para no llegar tarde.
Ya no se oyen los gritos de los niños que se olvidaron la tarea y van llorando para no entrar a la escuela.
Ya no se escuchan los gritos de los niños que a última hora necesitan algo y en el último minuto se amontonan en la papelería, que está frente a la escuela.
Ya los carros no se estacionan frente a mi edificio, ni se forman en doble fila, ni zigzaguean para no chocarse con el mototaxista imprudente, ni con el ciclista distraído, ni con las madres que se paran en medio de la calle para compartir el chisme catártico.
Ya no está la güera de los desayunos, ni la vecina de la cooperativa escolar, ni la señora que vende ropa en abonos, ni el señor que vende rompecabezas y libros para niños, ni la dama de los helados, ni el el don de las paletas, ya no hay nadie, la calle está vacía.
Ya no están ni las maestras, ni los maestros, ni la directora, ni la señora de la puerta que a las 8 de la mañana en punto cerraba el zaguán verde del plantel.
La escuela está sola. Solo muros y concreto; ya no hay niños, ni niñas que corran por el patio a la hora del recreo. El colegio está frío, huérfano de algarabía, desamparado de alegría.
La escuela llora y en silencio nos dice que vivimos en otra realidad,
que hemos viajado a otro mundo, a otro planeta donde abunda la tristeza, la soledad, la incertidumbre y el distanciamiento social.
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