Como dije en el relato número 4, la chica del pantalón camuflado nunca regresó a Obaldía, nunca más las volvimos a ver, el negro Caícedo y la berraca de la negra Fermina se quedaron con ella, pensé lo peor.
La mañana del tercer día, como siempre muy soleado y caluroso, la policía militar corrió a los niños que jugaban pelota en el maltratado pasto de la pequeña y única pista de aterrizaje del puerto.
Los niños con su pelota en mano, gritando y riendo como un hecho muy natural para ellos, salieron corriendo, mientras una avioneta descendía para aterrizar en el terreno plano cuyo grass estaba corto pero mal cuidado.
Y mientras la avioneta aterrizaba los lugareños metían a sus hijos a sus pobres casas, hasta que las calles se quedaron totalmente vacías.
Tres colombianos se acercaron a Alberto y a mí. Estábamos desayunando en el restaurante de la negra Candé, cuando el colombiano de sombrero panameño y diente de oro, como Pedro Navaja, se acercó a nuestra mesa y dijo con autoridad: -“Peruchos cuando acaben de desayunar se van a la playa, no los quiero ver por acá hasta que acabemos de trabajar”.
Así como se acercó se fue a saludar a la negra Candé que estaba tras su mostrador, mientras los otros dos seguían fijos de pie en las puerta de entrada y no nos quitaban la mirada de encima.
Cada uno de ellos medía más de un metro ochenta centímetros, corpulentos y vestían de blanco como en las pelis de Miami Vice. Parecía que los habían sacado de alguna serie de narcos, pues habían llegado en una hermoso yate de lujo color blanco que atracaron en el muelle del puerto.
Cuando acabamos de desayunar, nos dirigimos a la playa. La avioneta ya había aterrizado y más de una docena de hombres trabajan bajando cajas de la avioneta y otros hacían lo mismo bajando cajas del yate de lujo.
Desde la playa podíamos ver como se apuraban en descargar y cargar las naves. La policía militar de Obaldía vigilaba que nadie se acercara al yate ni a la avioneta. Una hora después el yate partía hacia el sur, rumbo a Colombia y la avioneta lo hacía rumbo al norte, tal vez a Ciudad de Panamá o con dirección a alguna isla del Caribe. Eso nunca lo supimos, ni lo sabremos. Sólo vimos como la gente volvía a su actividad normal, cuando las naves se marcharon, y como los niños volvieron a pelotear en la pista de aterrizaje. El colombiano del diente de oro y sombrero panameño junto con sus corpulentos guardaespaldas se habían esfumado. La negra Candé volvió a atender su restaurante y nadie decía nada al respecto, nadie se atrevía a comentar lo que había pasado. Era como si nada hubiese ocurrido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario