El 28 de agosto en todo México se celebra el día de los abuelos.
Este día, me hizo recordar como el poema que le escribí a mi abuelo Grimaldo, papá de mi mamá, nos salvó la vida cuando viajaba con mi amigo Alberto Morales Calvo, por el Caribe colombiano.
Era un 5 de setiembre de 1988, cuando Alberto y yo nos embarcamos en un chalupa rumbo a Panamá.
Ya teníamos cinco días viajando por tierra con el único propósito de llegar a Canadá. Hasta el momento nuestro viaje había sido tranquilo. Partimos de Lima rumbo al Ecuador un 30 de agosto del mismo año. En el autobús conocimos a un gringo de 25 a 30 años, viajaba con una pequeña mochila y un palo barnizado de rojo oscuro, medio metro de largo, por dos centímetros de diámetro, con tapas de metal dorado en las puntas y lo hacía girar entre sus dedos como una guaripolera.
El gringo y el resto del pasaje se quedó en Tumbes y nosotros seguimos rumbo a Quito.
Pese a lo que nos habían dicho de los ecuatorianos no tuvimos ningún contratiempo.
En Quito conocimos a una pareja de quichuas. La mujer de rasgos andinos, simpática, sin maquillaje, chapeada al natural, usaba un huacal de collares en el cuello, era callada; mientras su pareja era más sociable, le gustaba conversar, vestía totalmente de blanco y pese a su baja estatura usaba una larga trenza que le llegaba hasta la cintura. Charlamos con él, mientras anunciaban nuestra partida rumbo a Colombia. Era un hombre orgulloso de su historia, decía que era descendiente Rumiñahui, hermano de Atahualpa y, entre hombres, comentó que su trenza era su sex appeal para conquistar a las turistas extranjeras, que se asombraban del color tan negro de su larga cabellera.
Sin más, continuamos nuestro viaje a Colombia. Entramos por Ipiales, seguimos hacia Cali, luego Medellín y de allí a Turbo en el Caribe colombiano. Para no gastar en hoteles viajábamos de noche, dormíamos en el autobús, y de día nos dedicábamos a recorrer las ciudades. Hasta ese momento todo iba bien. Sólo ocurrió un incidente en el terrapuerto de Cali. Allí detuvieron y golpearon muy duro a un muchacho de 16 o 18 años por robarse un sanguche de queso.
Después de eso nada pasó hasta seguir nuestro camino a Turbo.
Teníamos que ir a ese polvoriento, caluroso, olvidado y pobre puerto para brincar a Panamá. Así lo teníamos planeado. Seguimos adelante; pero, esta vez ya no viajábamos en autobuses de primera clase con aire acondicionado, baño y video; esta vez, ya no habían retenes cada cinco kilómetros, ni veíamos a los agentes de la policía colombiana con su uniforme camuflado y armados hasta los dientes, ya no habían más agentes del DAS (Dirección de Administración de Seguridad), que nos pidieran nuestros documentos y preguntaran a dónde vamos, toda esa máquina de seguridad se acabó rumbo a Turbo. Es más se acabaron hasta los autobuses de lujo, ahora más que un ómnibus, nos tocaba viajar en un urbano con asientos incómodos, como esos colepatos que echan humo por todo Lima o esos chimecos que en México siguen uniendo Chimalhuacán con Ciudad Nezahualcóyotl y la capital.
La gente subió hasta con sus animales al modesto camión. Lo bueno que Alberto y yo logramos un par de asientos atrás del chofer y viajábamos a vuelo de pájaro, es decir, con una pequeña mochila, un par de pantalones, un par de mudas y un par de polos. Yo llevaba un poco más de equipaje porque cargaba dos poemarios que había engargolado para el concurso de literario de Petroperú. No obtuve ningún premio, pero en su momento, mis garabatos lograron que mi Jefe de Redacción, César Lengua, me invitará unos whiskies y habláramos de poesía hasta la medianoche. De allí cada quien se fue borracho a su casa.
Al salir de Medellín rumbo a Turbo llegamos a una carretera de tierra llamada las “vírgenes”.
En la curva más ancha de la carretera se formaba una bahía natural y en ella había un altar con muchas imágenes de la Virgen María, cientos de velas encendidas y montones de cruces con flores frescas, otras secas y otras solitarias, olvidadas en el tiempo.
Era de madrugada, estaba lloviendo; pero ese lugar brillaba por las llamas de las velas y el rugido del feroz río Cauca, al lado izquierdo de nosotros. El chofer detuvo la marcha en esa tenebrosa curva, enseguida bajó del urbano con su ayudante y caminaron haciéndose la señal de la cruz hacia las imágenes. Desde la ventana de la máquina observamos en silencio el ritual del chofer y su ayudante. El resto del pasaje rezaba y le pedía a la Madre del Cielo que nos protegiera para llegar a nuestro destino.
En medio de la lluvia el chofer y su ayudante regresaron, pusieron en marcha el urbano y empezamos a avanzar en medio del lodo y el aguacero.
El chofer iba en silencio, concentrado en el volante. Su ayudante de pie en la puerta veía hacia el frente, descifrando los misterios de la fangosa carretera. El pasaje murmuraba, las mujeres más viejas no cesaban de rezar en voz bajaba. Parecía que nadie quería distraer al chofer ni al ayudante, la cumbia en ese momento no sonaba; cuando vimos como el ancho de la carretera se iba reduciendo hasta convertirse en una lodosa línea estrecha entre los cerros verdes de la cordillera de la selva colombiana y el bravo río Cauca. Como viajero y periodista he viajado mucho, he visto numerosos caminos abismales, en los Andes y la selva peruana, incluso en la sierra mexicana; pero como esa sinuosa carretera de las “vírgenes” no había visto nada igual.
Entonces comprendí el murmullo de la gente, la concentración del chofer, la precaución de los que venían en sentido contrario y la ansiedad que teníamos por llegar a nuestro destino final.
Siete horas después llegamos al candente Turbo. Era como volver a Piura con su sol abrasador y su temperatura de 30 grados centígrados. Aunque no conocíamos a nadie hicimos amistad con un bombero local. Yo era bombero honorario en Lima. Como periodista tomé varios cursos en la capital de mi país y uno de ellos fue el de bombero. Así que caminando por Turbo llegamos de pura casualidad al cuerpo de bomberos local y ese día comimos y pasamos la noche con los tragafuegos del lugar.
Al día siguiente, muy temprano nos despedimos de los hospitalarios bomberos. Nos aconsejaron que tengamos cuidado con los traficantes locales, agradecimos y seguimos nuestro camino comparando el calor de Turbo con el de Piura. La diferencia es que Piura es un calor seco, desértico y el de Turbo es húmedo, caribeño.
A las 8 o 9 de la mañana nos embarcamos en la chalupa de la negra Fermina y el zambo Caícedo. Con nosotros subió una muchacha de 25 a treinta años.
Iba vestida con un polo blanco, con bordados andinos tipo peruanos y usaba un pantalón militar, camuflado, tipo comando y botas color negro. Era delgada, atlética y me hizo recordar a una muchacha de Sendero Luminoso que vi actuar en un atentado terrorista que hubo entre las esquinas de las avenidas Venezuela y Wilson o Garcilaso de la Vega, en el corazón de Lima.
Esa noche, en plena hora pico, la senderista lanzó dos bombas molotov en medio de ese transitado crucero, detuvo el tráfico, asustó a la multitud y prendió fuego en el pavimento las iniciales: SL (Sendero Luminoso). Gracias a Dios nadie salió herido, sólo gritos y gente aterrada que corría de un lado para otro chocándose unos con otros. Yo no me moví de mi lugar frente a los urbanos que iban de Lima al Callao y vi como la sediciosa aprovechó el pánico y huyó
entre los transeúntes asustados.
En la chalupa la chica del pantalón camuflado respondió a nuestro saludo con un gesto, no dijo nada y Alberto en voz baja comentó:- “Parece peruana”. Luego de unos minutos partió la chalupa. Nos alejamos de Turbo. Entonces intentamos hablarle, pero el negro Caicedo estaba sentado junto a ella como una flaca y huesuda muralla con enormes lentes negros para el sol. Las enormes gafas le cubrían casi toda su cara chupada y sus sobresalientes pómulos inspiraban miedo.
La figura macabra del negro Caícedo me hizo recordar a los matones de las películas policiacas de Clint Eastwood, estaba pensando en eso, cuando en medio de la soledad del océano Atlántico, la chalupa se detuvo, los dos motores Yamaha se apagaron y la negra Fermina rompiendo el tenso silencio que invadía el largo bote, se dirigió a nosotros y dijo con su voz autoritaria, de quién está acostumbrada a mandar: -Ahora si peruchos me van a decir ¿qué hacen por acá? ¿A qué se dedican?-.
En ese momento se me enfrió el alma. Toda mi vida pasó por mi mente en un segundo y me acordé del día en que mi padre me salvó la vida; me acordé cuando un grupo de senderistas nos atacó rumbo a Puente Piedra; recordé la tarde en que la policía nos disparó, a Nancy Chappel y a mí, y tuvimos que salir huyendo por el cementerio de Surco, etc. En segundos recordé los momentos más difíciles que pasé como periodista y antes que Alberto dijera algo, me adelanté y le respondí a la obesa colombiana de cara delgada y simpática. Se notaba que en su juventud había sido una morena muy hermosa. Le respondí: “Somos escritores, poetas”. Me daba miedo decirle que éramos periodistas. Pensé si le digo eso aquí nos fondean. Entonces, la negra Fermina contraatacó diciendo: -¡A ver muéstrame algo que hayan escrito!-.
Alberto no decía nada. Nunca supe que pensó en ese momento. Sabía que era cinta negra en Karate y que muchas veces había peleado, pero ese día con el sol abrazador del Caribe y la soledad del mar, los más prudente era mantener la calma. Así que ante el silencio de Alberto y la expectativa de la Fermina, del negro Caícedo, de la chica del pantalón de comando, y de tres negros más de la tripulación de la chalupa que nunca dijeron nada y parecían los guardaespaldas de la morena mandona; saqué de mi mochila un engargolado y le comenté: -Este es mi poemario, éstos son mis poemas. Tenga véalo-.
Mi libro fue volando de la proa a la popa en medio de un silencio similar al paisaje que nos rodeaba: Sol y agua, agua y sol. No había nada a nuestro alrededor.
Entonces la negra Fermina tomó mi poemario, lo comenzó a revisar y rompió el silencio aterrador con un enorme grito: -¡Este poema es para mi hijo!-....Y en seguida agregó: ¡Perucho regálame este poema! ¡Quiero que mi hijo se lo lea a mi padre!.....Le respondí: - El poemario es tuyo, puedes quedarte con él-.
Pero no lo quiso todo, sólo arrancó la página donde estaba el poema que a comienzo de los años 80 le escribí a mi abuelo Grimaldo en su casa de los Barrios Altos de Lima. Arrancó la hoja, me devolvió mi poemario y gritó como una loca: -Me encanta la berraquería!-.
Los motores Yamaha se volvieron a encender, la negra nos sonreía, el negro Caícedo nos observaba mostrando su fina dentadura blanca, la chica del pantalón de comando nunca dijo nada, los otros tres morenos parecían estatuas de ébano sin vida, Alberto no dijo nada. Sólo miraba al horizonte, yo me sentía más relajado y llegamos a tierra panameña un poco antes de las 6 de la tarde.
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