Antes de llegar a Obaldía, nos detuvimos a almorzar en Sapzurro, un lugar paradisíaco del caribe colombiano, ubicado en la esquina de América del Sur, con aguas como las de Cancún, pero con una pequeña población menor a los 600 habitantes.
Hacía mucho calor, tiré mi mochila sobre la arena blanca, junto a los pies de Alberto y corrí a meterme con todo y ropa al mar de agua verde claro, azulada y turquesa; pero, ¡Oh, gran decepción!...el agua era tibia, tibia como un café que no está caliente, ni está helado y no se puede beber. (Me encanta un buen café caliente o un buen café helado; pero, tibio no me sabe a nada).
En ese momento extrañé el agua oscura y fría de Pimentel. Claro, Pimentel no es el Caribe, pero sus aguas son frescas, frías, heladas, en invierno; pero desde el primer chapuzón nos quitaban el calor, nos refrescaban sabroso.
Con el mismo calor que entré salí del agua y le comenté a Alberto que en ese instante comprendí porque los caribeños enviaban a Lima a sus marinos, para recibir entrenamiento militar en la Marina de Guerra del Perú. A los pobres caribeños los llevaban a las cinco de la mañana a La Punta, en el Callao, y los metían “calatos” en las aguas chalacas, al que no resistía le daban de baja.
Nos reímos un rato imaginándonos a los caribeños en el agua helada del Callao y también nos carcajeamos de los argentinos que una vez vi como salían corriendo del comedor de oficiales de la infantería peruana, ubicada en Ancón. Esa tarde estábamos almorzando cuando tembló, fue algo leve, pero los marinos de la albiceleste salieron corriendo como almas que espanta el diablo. Al regresar comentaron: “Es que en Argentina no es común, che”.
Así entre risas y recuerdos llegamos al único restaurante de Sapzurro, donde los afrocolombianos al ritmo de reggae disfrutaban de la vida bailando y bebiendo ron de Medellín a pico de botella. Era la primera vez que escuchaba ese ritmo.
Alberto en su adolescencia y parte de su juventud había sido músico, no sólo sabía karate, sino que hablaba perfectamente inglés, un poco de francés y tocaba el bajo. Así que en unos minutos camino al restaurante turístico del lugar, me dio una cátedra de música, me habló de Bob Marley, de Jamaica y la historia del Reggae.
Ese ritmo era contagioso, Alberto cantaba en inglés, y, por la sangre negra que corre en mis venas, me dio ganas de bailar imitando a los hermanos colochos. Tomamos una mesa, el restaurante, para un lugar casi despoblado era bastante bonito, amplio con unas 20 mesas, decorado con motivos locales y jamaiquinos. La música y el ambiente nos hizo olvidar lo que habíamos pasado en medio de la soledad del mar y pedimos algo del lugar, pensé que podíamos comer pescado; pero en lugar de eso sólo había bistec con mucho plátano frito. Así que eso fue lo que comimos carne con plátanos fritos y una cerveza helada.
En tanto, la chica del pantalón camuflado, comía lo mismo en el grupo de la negra Fermina. El negro Caícedo estaba a su lado, pegado como una peligrosa malagua.
A estas alturas la ropa que llevaba puesta estaba seca, terminamos de almorzar y seguimos el viaje rumbo a Panamá.
Durante toda la travesía nunca, ni siquiera en Sapzurro, cruzamos una palabra con la chica del pantalón militar; pero al llegar a Obaldía cerca de las 6 de la tarde, ocurrió lo inesperado. Alberto y yo bajamos de la chalupa y sin alejarnos mucho de la playa fuimos directo a la oficina de migración de Panamá en el puerto militarizado de Obaldía.
En una casa vieja casi vacía, sin muebles, más que una mesa y una silla, nos atendió una mujer gordita de cabello corto, tipo nativa, de rostro duro, con su uniforme de las Fuerzas de Defensa de Panamá (FDP). Habían otros tres o cuatros soldados más, todos sin armas, pero fue la mujer militar quien nos recibió y nos selló los pasaportes para ingresar legalmente al país que en esos momentos era gobernado por Manuel Antonio Noriega, el “cara de piña” como le decían los centroamericanos.
Mas al ingresar la chica del pantalón camuflado, fue el único instante en que se despegó del negro Caícedo, la efectiva de la FDP, exclamó con voz marcial: ¡Son las seis de la tarde, la oficina está cerrada!.... Alberto y yo nos quedamos boquiabiertos, sorprendidos, no creíamos lo que estaba pasando. La chica del pantalón camuflado con lágrimas en los ojos, suplicante le dijo a la gorda acholada: ¡Por favor, no me hagas esto!...¡Déjame entrar!....Y una vez más grito entre lágrimas: ¡Déjame entrar!...Pero la mujer de la FDP endureció la mirada y de un portazo cerró la oficina. Los otros tres militares viendo al negro Caícedo sonreían con malicia, los dientes le brillaban al perverso colocho, cuando la muchacha del pantalón camuflado se dirigió a nosotros y grito: ¡Ayúdenme!....¡Ayúdenme!....¡No me dejen aquí!…. Pero, enseguida el negro Caícedo la tomó del brazo izquierdo y con un tono de voz severo, como diciendo no se entrometan, expresó: “No se preocupen, peruchos, mañana la traigo de vuelta”.. Dicho eso, agarro más fuerte el brazo de la muchacha, ella sintió el apretón y en automático guardó silencio. Sólo nos miró, con una mirada suplicante que hasta la fecha no puedo olvidar. Alberto y yo nos quedamos callados, en shock, no sabíamos que hacer, ni que decir, éramos víctimas de una gran impotencia y de la mirada fija de los tres militares de la FDP que no se movían para nada de sus lugares. La chica del pantalón camuflado callada y al ritmo del negro Caícedo se alejó de nosotros rumbo a la chalupa de la negra Fermina. La tarde estaba cayendo y en medio de un rito afónico caminamos hacia el centro del puerto en busca de un lugar para pasar la noche.
Creo que fue una de las noches más oscuras de mi vida y a pesar de que miles de luciérnagas y más de una docena de cervezas Atlas, nos querían ayudar a olvidar, no podíamos ignorar lo de aquella tarde, ni podíamos sacarnos de nuestra cabeza la mirada suplicante, de tristeza y derrota de aquella chica del pantalón camuflado.
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