Después de cuatro noches y medio día, despegamos rumbo a ciudad de Panamá. El despegué no fue como lo hubiese deseado. No era la primera vez que volaba. A estas alturas ya tenía experiencia con aviones grandes y medianos así como con buques, lanchas, botes, etc.
Había volado tanto en aviones comerciales como en aviones y helicópteros de la Fuerza Aérea, de la Marina de Guerra del Perú y de la Policía Nacional. Había navegado en lanchas, botes, barcos mercantes, buques de guerra y hasta en submarinos. Había viajado a toda velocidad en ambulancias... Así que hasta ese momento estaba seguro que mi peor viaje, mi peor vuelo fue en un helicóptero Seaking, cuando los pilotos de la FAP nos dieron un "aventón" desde la sierra central, a más de 2500 metros de altura sobre el nivel del mar, hasta la playa de San Bartolo, en Lima. En aquella ocasión íbamos sentados en el piso de la nave y no teníamos audífonos para filtrar el ruido del motor y las hélices. Sentíamos todos los ruidos y el traqueteo de la máquina voladora.
Pero este vuelo de Obaldía a Panamá resultó terrorífico. Para empezar la compañía no era de nuestro agrado, en segundo lugar la avioneta agarró vuelo en un terreno accidentado. Parecía que nunca se iba a elevar y que nos estrellaríamos directamente en las faldas del Darién. Mas cuando se elevó dio la sensación que aún seguíamos en tierra. Alberto y yo nunca nos desabrochamos el cinturón de seguridad. No sé si los argentinos lo hicieron, pues no teníamos intención de hacer contacto visual con ellos y sólo veíamos hacia el frente y observamos como el piloto peleaba con el timón para estabilizar la avioneta. Corría mucho viento y sentía que el pequeño avión subía y bajaba, subía y bajaba y le temblaba todo el fuselaje como una vieja carcacha en una pista de tierra llena de baches y huecos. Por la ventanilla veíamos pasar a las nubes como si se burlaran de nosotros y estuvieran esperando que la avioneta se vaya a pique. Pues temblaba como un enfermo con fiebre, como un paciente con tercianas. Daba la sensación que en cualquier momento el viento se llevaría todos los remaches, que se tragaría todo el armazón y nos quedaríamos a merced del vacío sentados sobre los incómodos asientos que no soltábamos para nada.
Casi una hora después de un pésimo vuelo llegábamos a Ciudad de Panamá. Daba ganas de gritar: ¡Por fin, tierra!....¡Tierra, tierra!...Como la chiquilla, Lulú Plummer, del film "Niñera a prueba de balas", con Vin Diesel. Volver a pisar el suelo era un enorme alivio. En serio era un enorme alivio vernos de pie y con vida lejos de esa carcacha aérea y de las "mulas" argentinas que nunca más volvimos a ver. Sin embargo, el gusto no nos duró mucho, porque al llegar a la parada de migración y aduanas nos detuvieron. Así es, nos detuvieron como delincuentes en medio de la mirada de un montón de gente y el calor insoportable de la capital panameña.
Los agentes de seguridad nos quitaron los pasaportes y nos llevaron hasta una lejana oficina del aeropuerto local. Allí en una pequeña salita nos sentaron y nos pidieron que esperáramos. Al rato llegó un tipo de guayabera y pantalón gris, zapatos de vestir; alto, delgado, de cabello negro lacio, todo peinado hacia atrás; colorado, cara delgada como Clint Eastwood en "Harry, el sucio"; tenía un tono de voz moderado y nos preguntó nuestros nombres mientras ojeaba nuestros pasaportes peruanos de color verde. Luego que respondimos preguntó a qué nos dedicábamos, qué hacíamos en Panamá, para qué habíamos llegado, por qué entramos por Obaldía, cuántos días teníamos viajando, etc. Luego con nuestros pasaportes en sus manos se retiró y regresó como en una hora y otra vez ojeando nuestros pasaportes comenzó a preguntar otra vez lo mismo: cuáles eran nuestros nombres, a qué nos dedicábamos, qué hacíamos en Panamá, para qué habíamos llegado, por qué entramos por Obaldía...Por tercera y cuarta vez hizo lo mismo. Las mismas preguntas sin variar un punto y una coma, obtenía nuestras respuestas y se volvía retirar sin decir nada más, sin invitarnos un vaso de agua, sin prestarnos un baño, pese al calor infernal de Panamá.
Entonces recordé aquella vez que nos detuvieron en el pentagonito. Estamos en plena guerra contra el terrorismo durante el gobierno de Alán García y esa mañana fuimos, en la camioneta de OJO, a la sede del Estado Mayor del Ejército del Perú, en San Borja.
Ultiveros no entró al edificio castrense y estacionó la camioneta en una calle aledaña. Después él y Julio Ugaz, reportero gráfico, bajaron de la unidad y fueron a realizar unos tramites en la sede militar. No recuerdo si fueron por unos salvoconductos o por algún otro permiso; pero, como no estaba asignado a esa comisión, me quedé en la camioneta baboseando con las cámaras fotográficas del periódico. Estaba mirando las cámaras Nikón con motor que en los años 80 eran una maravilla; pero no había tomado ninguna foto, cuando agentes de seguridad vestidos de civil con pistola en mano rodearon la camioneta y me "invitaron" a bajar. Inspeccionaron la camioneta, agarraron las cámaras fotográficas y el maletín de reportero gráfico de Julio Ugaz, lo revisaron minuciosamente, al igual que a mí me checaron de pies a cabeza y, me pidieron que los acompañe hasta unas oficinas en el interior del cuartel General del Ejército. Por más que me identifiqué y les dije que no era espía, ni que estaba tomando fotos, no me creyeron así que los acompañé por las buenas hasta una oficina color café con muebles de piel marrón muy cómodos. Allí estaba sentado solo hasta que al rato llegaron Julio Ugaz y el chofer Ultiveros. Desde mi detención había pasado más de dos horas cuando llegó un tipo gordo, calvo, vestido de civil haciéndose el gracioso y comenzó a preguntar mientras observaba nuestras credenciales: quiénes éramos, a qué nos dedicábamos, dónde trabajábamos, dónde habíamos nacido, dónde habíamos estudiado, etc.; la única pregunta que el interrogador peruano hizo diferente al cuestionador panameño fue: ¿Qué pensábamos de Sendero Luminoso y de los terroristas del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru?
Después de tres horas de preguntas cojudas, nos dejaron salir del pentagonito. El calvo gordo y grandote, como un tronchatoro, nos dio la mano, una sonrisa irónica y comentó: -Espero no volverlos a ver por aquí-. Gracias a Dios nunca más lo volvimos a ver.
Así que esas horas en la salita de interrogación del aeropuerto de Panamá, Alberto y yo esperabamos que la historia del pentagonito se volviera a repetir. Alberto conocía bien la anécdota que había vivido en el cuartel de San Borja y eso nos daba un aire de esperanza para aguantar la sed, el hambre, la orina y el calor. Hasta que a la cuarta hora el agente de seguridad, el flaco colorado vestido con guayabera y pantalón gris se paró frente a nosotros y nos dijo que teníamos que salir de Panamá,- nos corrió de su ciudad capita-, y que nuestros pasaportes nos los iban a entregar agentes de migración en paso Canoas.
Después de cuatro horas en esa salita de mierda, salimos directo al baño. Orinamos como caballos y de allí a tomar el primer autobús con rumbo a la ciudad de Chiriquí, donde nos quedamos a pasar la noche y probé la comida china más mala que mi aventurera historia. Salimos tan rápido de la capital Panameña, que no nos detuvimos a conocer nada. Sólo queríamos llegar a Paso Canoas para recuperar nuestros pasaportes color verde y seguir viajando rumbo a Canadá.
Años más tarde, en 1995 sino me falla la memoria, andaba yo solo por Guadalajara, Jalisco, México y entré a una librería a "babosear" un rato. Cuando vi un libro que me llamó mucho la atención, se titulaba Noriega. Lo compré y lo leí buscando respuestas a lo que había vivido en la salita de interrogatorios del aeropuerto de ciudad de Panamá. Cuatro horas de preguntas, de sudor, de sed, de hambre, de aguantar la orina, cuatro horas de miedo. Hasta que por fin en ese libro encontré la respuesta a lo que estaba buscando. En el año 1988, Manuel Antonio Noriega el cara de piña, el militar que egresó de la Escuela Militar de Chorrillos del Perú, el mismo que había espiado a Juan Velasco Alvarado y a todos los militares de izquierda del Ejército Peruano, el espía de George Bush padre, el narcopresidente, el creador del tenebroso Servicio de Inteligencia G2, había prohibido la entrada de periodistas extranjeros al istmo de Panamá.
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