La mañana siguiente cumplíamos cuatro días en el miserable puerto de Obaldía. Todo parecía normal: El cielo azul, el intenso sol, el verdor de la selva del Darién, las calles sin pavimento llenas de polvo, los niños jugando pelota en la maltrecha pista de aterrizaje y el agua tibia del mar azul indicaban que allí no pasaba nada; cuando un hombre, delgado de raza blanca con el rostro y los brazos bronceados, vestido con camisa de manga corta, pantalón y mocasines blancos, se acercó a nosotros saludándonos amablemente y diciendo que era el cónsul de Colombia. Nos sorprendió. Nos dimos la mano y dijo: - Ustedes son los peruanos, verdad-. Por unos segundos lo miramos profundamente en silencio, luego sólo respondimos con un sí, seco, esperando que nos quisiera ver la cara de tontos para aprovecharse de su autoridad; pero no fue así. Nos quedamos con la boca abierta cuando nos dijo con un tono suave y amable:- Disculpen no quería asustarlos, pero quiero comunicarles que hay un paisano de ustedes buscándolos-. Y agregó: - Por favor no se muevan de aquí, le diré que acá están esperándolo-. Y así como nos abordó, se despidió con un fuerte apretón de manos. Alberto y yo nos sentamos en el piso frente al restaurante de la negra Candé y en silencio esperamos al paisano que nos andaba buscando.
No me imaginaba como era, por un momento creí que podía ser la chica del pantalón camuflado, la que el negro Caícedo se llevó a la fuerza; pero, no, era mucho pedirle a la vida; así que sin mencionar palabra alguna, Alberto y yo esperamos al compatriota que nos estaba buscando.
Unos minutos después se acercaba a nosotros un hombre de mediana estatura, cabello crespo, tipo sacalagua (blanco de facciones negras); vestía un bivirí y un short blanco, parecía un loco que caminaba en ropa interior en medio de la polvorienta calle con su sandalias de plantilla blanca y suela negra de goma, típica sayonara peruana, de esas que nos compraba mamá para bañarnos cuando éramos niños y éramos libres de andar presumiendo marcas. Lo más curioso de todo era que bajo el brazo derecho traía una enorme colcha de lana peruana, -de esas que te dan en el ejército-, envuelta en plástico transparente. Se nos hizo gracioso e inofensivo. Así que nos pusimos de pie, como en la escuela primaria cuando entraba el director, algún maestro o una persona mayor. Nos poníamos de pie para saludar y mostrar nuestro respeto. De esa manera Alberto y yo nos paramos para darle la bienvenida y presentarnos formalmente. Mi compañero de viaje fue el primero en saludarlo y presentarse: -Hola, soy Alberto Morales Calvo-. Un fuerte apretón de manos, como se acostumbraba allá por los ochenta, como signo de confianza y amistad. En seguida era mi turno y con todo respeto expresé: - Carlos Cabrejos Bocanegra...-. Me estrechó la mano con firmeza, se le abrieron los ojos de par en par, su rostro de iluminó como si fuéramos amigos de la infancia y exclamó:- Tú eres Cabrejos, en serio eres Cabrejos...El mismo que escribió en el diario OJO un reportaje sobre Lurigancho -. Estaba más que sorprendido, estaba perplejo, no sabía que estaba ocurriendo, parecía que me habían dado un derechaso en la cara y dudé en responder...
Era como si me hubiesen desnudado en medio de la calle, en un lugar tan lejano de mi tierra, donde no me conocían ni las cucarachotas de la casa de huéspedes. Había hecho dos trabajos de investigación para el diario OJO en el 86. El primero era confirmar la historia de un muchacho que robó para volver a la cárcel porque en la calle no tenía a nadie. Conocí ese caso de interés humano en el Palacio de Justicia de Lima y mi jefe de información, Salvador Larrea, deseaba que el asunto se siguiera y se redondeará para satisfacer la curiosidad de los lectores; pero yo creo que era más para verificar sino era un cuenta cuentos. Pues era nuevo en OJO y también me gustó la idea, porque de esa manera la historia de ese muchacho no quedaría suelta. Así que, el domingo siguiente, me infiltré en Lurigancho como un ciudadano más que va de visita a ver un amigo. Llevé cigarros, varias cajetillas de Winston, que a mí también me gustaban cuando tomaba. En la terrorífica aduana de Luri. me sellaron y revisaron hasta los calzoncillos. No me hallaron nada ilegal y pasé. Atravesé el enorme y soleado patio repartiendo cigarros a los reos que se me acercaban y llegué al pabellón, donde estaba preso el muchacho que a la semana de estar libre volvió a delinquir porque se sentía solo, no tenía que comer ni donde dormir. Aquel pabellón, -todo despintado algún día había sido de color celeste o verde-, era un lugar nauseabundo. Apestaba a caca y orines, apenas ingresaba la luz natural; estaba casi a oscuras, tenebroso como la boca de un perro enfermo; inspiraba miedo; con celdas sucias y barrotes oxidados y en medio de toda esa mierda, los zambos y los marrones pagando sus penas y el muchacho que volvió a robar jugando a la pelota con sus camaradas que ese domingo no tenían visita. Hablamos y para él la cárcel era su hogar, su familia, su casa. Tenía tres comidas diarias, un lugar donde dormir y amigos con quien jugar, con quien platicar, con quien reír y con quien llorar. La calle, la libertad para él era un fastidio, un reto que no sabía como superar. Sin familia, sin amigos en la calle somos nada decía.
Salí de Lurigancho así como entré. Sin ninguna novedad y fui directamente al periódico a escribir mi historia. Al día siguiente salió publicada en las páginas centrales de OJO con el titulo: "A LURI HAY QUE ENTRAR COMO ADÁN". Salvador Larrea, jefe de información y Víctor Ramírez su brazo derecho estaban satisfechos y me dieron la oportunidad de escribir sobre el otro penal, el de máxima seguridad, el penal Miguel Castro Castro o más conocido como el penal de Canto Grande. (Lo estrenaron en febrero de 1986)
Ya había hecho un nombre en OJO y mi nombre sonaba en los lectores del diario más popular del Perú. A partir de mediados de los 80 OJO era el diario de moda. Así que esta vez no esperé que llegara el domingo para visitar Canto Grande. A mitad de semana pedí la movilidad del periódico y me fui a la cárcel de extrema seguridad. Al llegar al penal edificado en el distrito de San Juan de Lurigancho, observé que era totalmente diferente a la cárcel de Luri. Se trataba de un edificio recién inaugurado, olía a nuevo, y fue "bautizado" como Miguel Castro Castro, en memoria del Director del Penal de la Isla del Frontón, asesinado por el terrorismo que azotó el Perú de 1980 a 1992 y que actualmente se sigue combatiendo en los valles de los ríos Apurimac, Ene y Mantaro (VRAEM). Guiado por mi instinto periodístico toqué el timbre de la puerta de metal recién pintada de color gris y se asomó un empleado del Instituto Nacional de Penitenciarías del Perú (INPE). Era un muchacho como yo. Por esos días tenía 25 años, y el pata más o menos tenía mi edad o en todo caso no rebasaba los treinta. Le dije quien era, le mostré mi credencial color verde de OJO y le expliqué mis intensiones. Sonrió como un pícaro, como un niño que estaba a punto de hacer una travesura, y sin pensarlo más me abrió la puerta y me explicó como llegar hasta el patio principal de esa cárcel. No tenía mucho tiempo, así que caminé rápido por un pasillo que cruzaba al parecer la sala de visitas por su ventanales y divisiones; las paredes eran amarillas con el zócalo color marrón. Ya no me fijé en nada más. Llevaba mucha prisa hasta que llegué al patio color gris. Todo era color cemento. La paredes y pisos se veían macizas, recontra fortificadas; cuando vi en una celda, como un pequeño, limpio y cómodo salón de clases, frente a una pizarra negra, a Reynaldo Rodríguez López "el zar" de las drogas dando clases de inglés a una fila de delincuentes de alta peligrosidad. Todos estaban pulcramente vestidos con buzos de marca a la medida, bien pitucos, bien piolas, bien diferentes a los pobres diablos del penal de Lurigancho donde todos se vestían como una mierda y apestaban a mierda y orines. Acá todo estaba limpio y en orden. Entre los pupilos del "zar" de las drogas estaba el sicario Italo Scolezzi. A todos ellos los conocía, pues había hecho periodismo judicial y a cada uno de ellos los había perseguido con incisivas preguntas por los pasillos del Palacio de Justicia de Lima. Ahora estaba allí solo en medio de ese frío patio, siendo testigo de un hecho inimaginable, cuando de pronto sentí que la mirada de Reynaldo Rodríguez López se posaba sobre mí y poco a poco la de todos sus alumnos, en especial la del asesino Italo Scolezzi. La mirada de Scolezzi me hizo temblar de miedo. Casi me paralizó. Mejor les di la espalda y me alejé haciéndome el cojudo para escapar de sus miradas, cuando vi que bajaba por unas escaleras, Luis López Vergara, ex-secretario, Luis Percovich Roca, ex- Ministro del Interior durante el gobierno de Belaúnde Terry. A López Vergara lo había entrevistado personalmente en su casa cuando, yo, trabajaba para el diario Expreso y reventó el caso Villa-Coca. En ese instante estaba seguro que si me veía el ex-asesor de Percovich, me iba a reconocer y sabe Dios que podía pasar, así que abandoné el patio más rápido que inmediatamente, como decíamos en mi barrio.
Ese par de trabajos me dieron un lugar privilegiado en OJO, ganaba bien, contaba con el apoyo de los jefes, de los compañeros de trabajo y hasta me gané la admiración de algunos reos que al salir en libertad me iban a buscar al periódico para darme información sobre el penal de Lurigancho y su cementerio clandestino atrás de los pabellones. O en otras ocasiones no faltaba la mujer de algún reo que me buscaba para solicitar ayuda a favor de su esposo.
En fin me gustaba lo que hacía, pero nunca imaginé que alguien fuera del Perú y mucho menos en un olvidado puerto panameño al escuchar mi apellido me reconociera. Y este pata, este cuate con apariencia de loco, vestido en ropa interior, caminando por las polvorientas calles de Obaldía, vendiendo colchas en un clima caluroso, a más de 30 grados Celsius, y comiendo y durmiendo de la caridad de la Iglesia Bautista local, me había reconocido y exclamó:- ¡Yo acabó de salir de Lurigancho. Era el cocinero de los charlies!
Los "charlies"...me quedé pensando...
Los "charlies"...en la maloliente penitenciería limeña, le decían a los gringos que eran encarcelados en el Perú por trafico ilegal de drogas. Muchos convictos para ganarse la vida dentro de la cárcel se ponen al servicio de los delincuentes, norteamericanos o europeos, porque saben que sus familiares les envían dinero para sobrevivir en los reclusorios. Así tienen quien les cocine, les laven la ropa, es decir que tienen quien los atienda.
Y nuestro amigo, vendedor de colchas en medio del infierno verde, había sido el cocinero de los charlies y ahora buscaba un mejor futuro lejos del Perú, al igual que Alberto que sólo deseaba regresar a Canadá donde había vivido en la década de los sesenta y al igual que yo que sólo quería ayudar a Alberto a lograr su meta.
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