Este blog está hecho para todo el que quiera compartir sus pensamientos, su sentir, su poesía.
Garabatos de un caminante
domingo, 20 de diciembre de 2020
EL CONOCIMIENTO ES EL CAMINO PARA RESPETAR A LA NATURALEZA, NUESTRA MADRE TIERRA
viernes, 4 de diciembre de 2020
RELATO 5: LA AVIONETA, LOS COLOMBIANOS Y EL YATE DE LUJO
Como dije en el relato número 4, la chica del pantalón camuflado nunca regresó a Obaldía, nunca más las volvimos a ver, el negro Caícedo y la berraca de la negra Fermina se quedaron con ella, pensé lo peor.
La mañana del tercer día, como siempre muy soleado y caluroso, la policía militar corrió a los niños que jugaban pelota en el maltratado pasto de la pequeña y única pista de aterrizaje del puerto.
Los niños con su pelota en mano, gritando y riendo como un hecho muy natural para ellos, salieron corriendo, mientras una avioneta descendía para aterrizar en el terreno plano cuyo grass estaba corto pero mal cuidado.
Y mientras la avioneta aterrizaba los lugareños metían a sus hijos a sus pobres casas, hasta que las calles se quedaron totalmente vacías.
Tres colombianos se acercaron a Alberto y a mí. Estábamos desayunando en el restaurante de la negra Candé, cuando el colombiano de sombrero panameño y diente de oro, como Pedro Navaja, se acercó a nuestra mesa y dijo con autoridad: -“Peruchos cuando acaben de desayunar se van a la playa, no los quiero ver por acá hasta que acabemos de trabajar”.
Así como se acercó se fue a saludar a la negra Candé que estaba tras su mostrador, mientras los otros dos seguían fijos de pie en las puerta de entrada y no nos quitaban la mirada de encima.
Cada uno de ellos medía más de un metro ochenta centímetros, corpulentos y vestían de blanco como en las pelis de Miami Vice. Parecía que los habían sacado de alguna serie de narcos, pues habían llegado en una hermoso yate de lujo color blanco que atracaron en el muelle del puerto.
Cuando acabamos de desayunar, nos dirigimos a la playa. La avioneta ya había aterrizado y más de una docena de hombres trabajan bajando cajas de la avioneta y otros hacían lo mismo bajando cajas del yate de lujo.
Desde la playa podíamos ver como se apuraban en descargar y cargar las naves. La policía militar de Obaldía vigilaba que nadie se acercara al yate ni a la avioneta. Una hora después el yate partía hacia el sur, rumbo a Colombia y la avioneta lo hacía rumbo al norte, tal vez a Ciudad de Panamá o con dirección a alguna isla del Caribe. Eso nunca lo supimos, ni lo sabremos. Sólo vimos como la gente volvía a su actividad normal, cuando las naves se marcharon, y como los niños volvieron a pelotear en la pista de aterrizaje. El colombiano del diente de oro y sombrero panameño junto con sus corpulentos guardaespaldas se habían esfumado. La negra Candé volvió a atender su restaurante y nadie decía nada al respecto, nadie se atrevía a comentar lo que había pasado. Era como si nada hubiese ocurrido.
viernes, 13 de noviembre de 2020
RELATO 4: LA NEGRA CANDÉ
Bajo la sombra del Darién, el puerto de Obaldía era un lugar muy pobre de calles polvorientas, casuchas mal hechas y gente hambrienta. La mayoría de las personas eran de raza negra, altos, delgados, huesudos, sin grasa en el pellejo, con el rostro chupado y pómulos salientes; parecían calaveras en movimiento y en medio de toda esa miseria humana y esa carencia material, surgía como una cachetada en la boca, la figura sensual y voluptuosa de la negra Candé.
Quién se podría imaginar que en medio de toda esa mierda, que en medio de ese olvidado ancladero, podía existir una mujer tan atractiva, como la negra Candé.
Con sus cincuenta años, su metro sesenta de estatura, su cabello ondulado, negro azabache, cuyos rizos descansaban suavemente sobre sus horizontales hombros, los mismos que exhibía con fina coquetería; sus ojos oscuros como la noche miraban con un brillo que atraía como la luz a las polillas; lucía un cuerpo juvenil con más curvas que una carretera en los Andes, y su calidad voz era como el canto de las sirenas que hechizaba y nos hacía olvidar donde estábamos.
Mientras la veíamos nos olvidamos de ese miserable fondeadero, pues todo alrededor de la negra Candé era tan diferente. Desde sus pies protegidos por sus blancas sandalias de piel fina y tacón; su cuerpo tan lleno de vida, lucía un pulcro vestido de color naranja con vivos blancos tan inmaculados que parecía estar aún en un escaparate haciendo fulgurar sus piernas bien torneadas, su cintura de avispa, sus brazos bien primorosos y adornados con brazaletes de oro puro, y sus manos suaves adornadas con anillos y sortijas de oro macizo en cada uno de sus dedos, con sus uñas largas pintadas de rojo como una diosa de ébano exhibiendo sus aretes y su medallón del dorado metal por el cual los europeos conquistaron América.
La negra Candé en medio de toda esa desdicha parecía emerger de un sueño guajiro como su propio restaurante que, en comparación con el resto de Obaldía, era un espacio de lujo. Era el único comedor del sórdido puerto y a diferencia del resto de las casas estaba bien edificado. Había sido construido con ladrillos, fierro y cemento, para que dure una eternidad. Era grande, diseñado para atender fácilmente a unas 100 personas, con mesas bien distribuidas, limpias y manteles de color naranja con blanco como el color de las paredes y su grandes ventanas de vidrio y herrería.
Todo el restaurante en medio de la penuria era una fantasía. Bien limpio, en sus mesas no había ni una pizca de polvo y la misma negra Candé con su blanca sonrisa y sus dientes aperlados era quien atendía. Ella misma tomaba las órdenes de los comensales y con su sensual estampa servía el pedido en elegante loza de color blanco y cubiertos de acero inoxidable.
Estar en el restaurante de la negra Candé nos hizo olvidar que el negro Caicedo jamás regresó con la chica del pantalón camuflado.
domingo, 11 de octubre de 2020
RELATO 3: LA CHICA DEL PANTALÓN CAMUFLADO NUNCA VOLVIÓ
Al día siguiente el intenso calor nos despertó muy temprano. Estábamos con la resaca de la noche anterior. Sólo queríamos un café cargado para levantar el ánimo. Salimos en su busca y vimos a un montón de niños jugando a la pelota en el césped maltrecho de la pequeña pista de aterrizaje del militarizado puerto de Obaldía. No sé porque razón dejamos de avanzar. Nos detuvimos en seco. Como autómatas, en silencio.
Desde que nos despertamos habíamos cruzado unas cuantas palabras. No habíamos hablado mucho. Sólo nos detuvimos y comenzamos a mirar todo lo que había a nuestro alrededor: Los niños negritos y nativos emocionados gritaban, mientras jugaban a la pelota en la descuidada pista para avionetas. Las calles eran de tierra. Las casas vecinas eran de madera, todas malhechas gritaban y presumían la pobreza del lugar. Arriba el cielo azul y el intenso sol parecían descansar sobre la tupida selva del Darién.
El Darién se veía imponente, se veía desafiante y amenazador como un enorme monstruo verde listo para devorar a cualquier caminante que intentara meterse en sus entrañas para llegar a ciudad de Panamá.
Como hipnotizados mirábamos el bosque virgen, que cortaba de tajo la carretera Panamericana impidiendo que Alaska se una por tierra con la Patagonia. Estábamos absortos contemplando ese engendro verde y no sé si Alberto pensaba lo mismo que yo; pero, era muy sabido por todos que esa selva estaba llena de peligros, desde ríos rápidos, mosquitos, serpientes, jaguares hasta delincuentes que habían hecho del tapón del Darién su guarida.
Yo ya había tenido experiencia caminando en selva virgen. Como periodista había ido a operaciones antidrogas en el amazonas peruano, había caminado en medio del lodo, me había espinado las manos, caído en arena movediza y fui testigo del rescate de un viejo compañero que cayó desde un improvisado puente. La selva se lo tragó en el acto y tuvo que ser rescatado por efectivos de la Unidad Móvil de Patrullaje Rural (UMOPAR).
Tras unos minutos de silencio, Alberto y yo, salimos del embrujo. Nos miramos y comentamos que estaba bien jodido cruzar el tapón del Darién.
Los gritos de los pequeños peloteros le daban vida al triste puerto que lentamente fue perdiendo la luz del día. La noche llegó una vez más y una vez más el lugar se lleno de luciérnagas que parecían lucecitas de navidad prendiéndose y apagándose. Alberto y yo una vez más en silencio bebimos más chelas, para agarrar sueño y poder dormir sabiendo que la chica del pantalón camuflado nunca más regresaría a ese pobre puerto y ,así fue, nunca más supimos nada de ella. Nunca más la volvimos a ver y hasta hoy día siento que esa muchacha fue víctima del negro Caícedo y la gorda berraca llamada Fermina.
sábado, 12 de septiembre de 2020
RELATO DOS: LA CHICA DEL PANTALÓN CAMUFLADO
Antes de llegar a Obaldía, nos detuvimos a almorzar en Sapzurro, un lugar paradisíaco del caribe colombiano, ubicado en la esquina de América del Sur, con aguas como las de Cancún, pero con una pequeña población menor a los 600 habitantes.
Hacía mucho calor, tiré mi mochila sobre la arena blanca, junto a los pies de Alberto y corrí a meterme con todo y ropa al mar de agua verde claro, azulada y turquesa; pero, ¡Oh, gran decepción!...el agua era tibia, tibia como un café que no está caliente, ni está helado y no se puede beber. (Me encanta un buen café caliente o un buen café helado; pero, tibio no me sabe a nada).
En ese momento extrañé el agua oscura y fría de Pimentel. Claro, Pimentel no es el Caribe, pero sus aguas son frescas, frías, heladas, en invierno; pero desde el primer chapuzón nos quitaban el calor, nos refrescaban sabroso.
Con el mismo calor que entré salí del agua y le comenté a Alberto que en ese instante comprendí porque los caribeños enviaban a Lima a sus marinos, para recibir entrenamiento militar en la Marina de Guerra del Perú. A los pobres caribeños los llevaban a las cinco de la mañana a La Punta, en el Callao, y los metían “calatos” en las aguas chalacas, al que no resistía le daban de baja.
Nos reímos un rato imaginándonos a los caribeños en el agua helada del Callao y también nos carcajeamos de los argentinos que una vez vi como salían corriendo del comedor de oficiales de la infantería peruana, ubicada en Ancón. Esa tarde estábamos almorzando cuando tembló, fue algo leve, pero los marinos de la albiceleste salieron corriendo como almas que espanta el diablo. Al regresar comentaron: “Es que en Argentina no es común, che”.
Así entre risas y recuerdos llegamos al único restaurante de Sapzurro, donde los afrocolombianos al ritmo de reggae disfrutaban de la vida bailando y bebiendo ron de Medellín a pico de botella. Era la primera vez que escuchaba ese ritmo.
Alberto en su adolescencia y parte de su juventud había sido músico, no sólo sabía karate, sino que hablaba perfectamente inglés, un poco de francés y tocaba el bajo. Así que en unos minutos camino al restaurante turístico del lugar, me dio una cátedra de música, me habló de Bob Marley, de Jamaica y la historia del Reggae.
Ese ritmo era contagioso, Alberto cantaba en inglés, y, por la sangre negra que corre en mis venas, me dio ganas de bailar imitando a los hermanos colochos. Tomamos una mesa, el restaurante, para un lugar casi despoblado era bastante bonito, amplio con unas 20 mesas, decorado con motivos locales y jamaiquinos. La música y el ambiente nos hizo olvidar lo que habíamos pasado en medio de la soledad del mar y pedimos algo del lugar, pensé que podíamos comer pescado; pero en lugar de eso sólo había bistec con mucho plátano frito. Así que eso fue lo que comimos carne con plátanos fritos y una cerveza helada.
En tanto, la chica del pantalón camuflado, comía lo mismo en el grupo de la negra Fermina. El negro Caícedo estaba a su lado, pegado como una peligrosa malagua.
A estas alturas la ropa que llevaba puesta estaba seca, terminamos de almorzar y seguimos el viaje rumbo a Panamá.
Durante toda la travesía nunca, ni siquiera en Sapzurro, cruzamos una palabra con la chica del pantalón militar; pero al llegar a Obaldía cerca de las 6 de la tarde, ocurrió lo inesperado. Alberto y yo bajamos de la chalupa y sin alejarnos mucho de la playa fuimos directo a la oficina de migración de Panamá en el puerto militarizado de Obaldía.
En una casa vieja casi vacía, sin muebles, más que una mesa y una silla, nos atendió una mujer gordita de cabello corto, tipo nativa, de rostro duro, con su uniforme de las Fuerzas de Defensa de Panamá (FDP). Habían otros tres o cuatros soldados más, todos sin armas, pero fue la mujer militar quien nos recibió y nos selló los pasaportes para ingresar legalmente al país que en esos momentos era gobernado por Manuel Antonio Noriega, el “cara de piña” como le decían los centroamericanos.
Mas al ingresar la chica del pantalón camuflado, fue el único instante en que se despegó del negro Caícedo, la efectiva de la FDP, exclamó con voz marcial: ¡Son las seis de la tarde, la oficina está cerrada!.... Alberto y yo nos quedamos boquiabiertos, sorprendidos, no creíamos lo que estaba pasando. La chica del pantalón camuflado con lágrimas en los ojos, suplicante le dijo a la gorda acholada: ¡Por favor, no me hagas esto!...¡Déjame entrar!....Y una vez más grito entre lágrimas: ¡Déjame entrar!...Pero la mujer de la FDP endureció la mirada y de un portazo cerró la oficina. Los otros tres militares viendo al negro Caícedo sonreían con malicia, los dientes le brillaban al perverso colocho, cuando la muchacha del pantalón camuflado se dirigió a nosotros y grito: ¡Ayúdenme!....¡Ayúdenme!....¡No me dejen aquí!…. Pero, enseguida el negro Caícedo la tomó del brazo izquierdo y con un tono de voz severo, como diciendo no se entrometan, expresó: “No se preocupen, peruchos, mañana la traigo de vuelta”.. Dicho eso, agarro más fuerte el brazo de la muchacha, ella sintió el apretón y en automático guardó silencio. Sólo nos miró, con una mirada suplicante que hasta la fecha no puedo olvidar. Alberto y yo nos quedamos callados, en shock, no sabíamos que hacer, ni que decir, éramos víctimas de una gran impotencia y de la mirada fija de los tres militares de la FDP que no se movían para nada de sus lugares. La chica del pantalón camuflado callada y al ritmo del negro Caícedo se alejó de nosotros rumbo a la chalupa de la negra Fermina. La tarde estaba cayendo y en medio de un rito afónico caminamos hacia el centro del puerto en busca de un lugar para pasar la noche.
Creo que fue una de las noches más oscuras de mi vida y a pesar de que miles de luciérnagas y más de una docena de cervezas Atlas, nos querían ayudar a olvidar, no podíamos ignorar lo de aquella tarde, ni podíamos sacarnos de nuestra cabeza la mirada suplicante, de tristeza y derrota de aquella chica del pantalón camuflado.
domingo, 6 de septiembre de 2020
EL POEMA A MI ABUELO NOS SALVÓ LA VIDA
El 28 de agosto en todo México se celebra el día de los abuelos.
Este día, me hizo recordar como el poema que le escribí a mi abuelo Grimaldo, papá de mi mamá, nos salvó la vida cuando viajaba con mi amigo Alberto Morales Calvo, por el Caribe colombiano.
Era un 5 de setiembre de 1988, cuando Alberto y yo nos embarcamos en un chalupa rumbo a Panamá.
Ya teníamos cinco días viajando por tierra con el único propósito de llegar a Canadá. Hasta el momento nuestro viaje había sido tranquilo. Partimos de Lima rumbo al Ecuador un 30 de agosto del mismo año. En el autobús conocimos a un gringo de 25 a 30 años, viajaba con una pequeña mochila y un palo barnizado de rojo oscuro, medio metro de largo, por dos centímetros de diámetro, con tapas de metal dorado en las puntas y lo hacía girar entre sus dedos como una guaripolera.
El gringo y el resto del pasaje se quedó en Tumbes y nosotros seguimos rumbo a Quito.
Pese a lo que nos habían dicho de los ecuatorianos no tuvimos ningún contratiempo.
En Quito conocimos a una pareja de quichuas. La mujer de rasgos andinos, simpática, sin maquillaje, chapeada al natural, usaba un huacal de collares en el cuello, era callada; mientras su pareja era más sociable, le gustaba conversar, vestía totalmente de blanco y pese a su baja estatura usaba una larga trenza que le llegaba hasta la cintura. Charlamos con él, mientras anunciaban nuestra partida rumbo a Colombia. Era un hombre orgulloso de su historia, decía que era descendiente Rumiñahui, hermano de Atahualpa y, entre hombres, comentó que su trenza era su sex appeal para conquistar a las turistas extranjeras, que se asombraban del color tan negro de su larga cabellera.
Sin más, continuamos nuestro viaje a Colombia. Entramos por Ipiales, seguimos hacia Cali, luego Medellín y de allí a Turbo en el Caribe colombiano. Para no gastar en hoteles viajábamos de noche, dormíamos en el autobús, y de día nos dedicábamos a recorrer las ciudades. Hasta ese momento todo iba bien. Sólo ocurrió un incidente en el terrapuerto de Cali. Allí detuvieron y golpearon muy duro a un muchacho de 16 o 18 años por robarse un sanguche de queso.
Después de eso nada pasó hasta seguir nuestro camino a Turbo.
Teníamos que ir a ese polvoriento, caluroso, olvidado y pobre puerto para brincar a Panamá. Así lo teníamos planeado. Seguimos adelante; pero, esta vez ya no viajábamos en autobuses de primera clase con aire acondicionado, baño y video; esta vez, ya no habían retenes cada cinco kilómetros, ni veíamos a los agentes de la policía colombiana con su uniforme camuflado y armados hasta los dientes, ya no habían más agentes del DAS (Dirección de Administración de Seguridad), que nos pidieran nuestros documentos y preguntaran a dónde vamos, toda esa máquina de seguridad se acabó rumbo a Turbo. Es más se acabaron hasta los autobuses de lujo, ahora más que un ómnibus, nos tocaba viajar en un urbano con asientos incómodos, como esos colepatos que echan humo por todo Lima o esos chimecos que en México siguen uniendo Chimalhuacán con Ciudad Nezahualcóyotl y la capital.
La gente subió hasta con sus animales al modesto camión. Lo bueno que Alberto y yo logramos un par de asientos atrás del chofer y viajábamos a vuelo de pájaro, es decir, con una pequeña mochila, un par de pantalones, un par de mudas y un par de polos. Yo llevaba un poco más de equipaje porque cargaba dos poemarios que había engargolado para el concurso de literario de Petroperú. No obtuve ningún premio, pero en su momento, mis garabatos lograron que mi Jefe de Redacción, César Lengua, me invitará unos whiskies y habláramos de poesía hasta la medianoche. De allí cada quien se fue borracho a su casa.
Al salir de Medellín rumbo a Turbo llegamos a una carretera de tierra llamada las “vírgenes”.
En la curva más ancha de la carretera se formaba una bahía natural y en ella había un altar con muchas imágenes de la Virgen María, cientos de velas encendidas y montones de cruces con flores frescas, otras secas y otras solitarias, olvidadas en el tiempo.
Era de madrugada, estaba lloviendo; pero ese lugar brillaba por las llamas de las velas y el rugido del feroz río Cauca, al lado izquierdo de nosotros. El chofer detuvo la marcha en esa tenebrosa curva, enseguida bajó del urbano con su ayudante y caminaron haciéndose la señal de la cruz hacia las imágenes. Desde la ventana de la máquina observamos en silencio el ritual del chofer y su ayudante. El resto del pasaje rezaba y le pedía a la Madre del Cielo que nos protegiera para llegar a nuestro destino.
En medio de la lluvia el chofer y su ayudante regresaron, pusieron en marcha el urbano y empezamos a avanzar en medio del lodo y el aguacero.
El chofer iba en silencio, concentrado en el volante. Su ayudante de pie en la puerta veía hacia el frente, descifrando los misterios de la fangosa carretera. El pasaje murmuraba, las mujeres más viejas no cesaban de rezar en voz bajaba. Parecía que nadie quería distraer al chofer ni al ayudante, la cumbia en ese momento no sonaba; cuando vimos como el ancho de la carretera se iba reduciendo hasta convertirse en una lodosa línea estrecha entre los cerros verdes de la cordillera de la selva colombiana y el bravo río Cauca. Como viajero y periodista he viajado mucho, he visto numerosos caminos abismales, en los Andes y la selva peruana, incluso en la sierra mexicana; pero como esa sinuosa carretera de las “vírgenes” no había visto nada igual.
Entonces comprendí el murmullo de la gente, la concentración del chofer, la precaución de los que venían en sentido contrario y la ansiedad que teníamos por llegar a nuestro destino final.
Siete horas después llegamos al candente Turbo. Era como volver a Piura con su sol abrasador y su temperatura de 30 grados centígrados. Aunque no conocíamos a nadie hicimos amistad con un bombero local. Yo era bombero honorario en Lima. Como periodista tomé varios cursos en la capital de mi país y uno de ellos fue el de bombero. Así que caminando por Turbo llegamos de pura casualidad al cuerpo de bomberos local y ese día comimos y pasamos la noche con los tragafuegos del lugar.
Al día siguiente, muy temprano nos despedimos de los hospitalarios bomberos. Nos aconsejaron que tengamos cuidado con los traficantes locales, agradecimos y seguimos nuestro camino comparando el calor de Turbo con el de Piura. La diferencia es que Piura es un calor seco, desértico y el de Turbo es húmedo, caribeño.
A las 8 o 9 de la mañana nos embarcamos en la chalupa de la negra Fermina y el zambo Caícedo. Con nosotros subió una muchacha de 25 a treinta años.
Iba vestida con un polo blanco, con bordados andinos tipo peruanos y usaba un pantalón militar, camuflado, tipo comando y botas color negro. Era delgada, atlética y me hizo recordar a una muchacha de Sendero Luminoso que vi actuar en un atentado terrorista que hubo entre las esquinas de las avenidas Venezuela y Wilson o Garcilaso de la Vega, en el corazón de Lima.
Esa noche, en plena hora pico, la senderista lanzó dos bombas molotov en medio de ese transitado crucero, detuvo el tráfico, asustó a la multitud y prendió fuego en el pavimento las iniciales: SL (Sendero Luminoso). Gracias a Dios nadie salió herido, sólo gritos y gente aterrada que corría de un lado para otro chocándose unos con otros. Yo no me moví de mi lugar frente a los urbanos que iban de Lima al Callao y vi como la sediciosa aprovechó el pánico y huyó
entre los transeúntes asustados.
En la chalupa la chica del pantalón camuflado respondió a nuestro saludo con un gesto, no dijo nada y Alberto en voz baja comentó:- “Parece peruana”. Luego de unos minutos partió la chalupa. Nos alejamos de Turbo. Entonces intentamos hablarle, pero el negro Caicedo estaba sentado junto a ella como una flaca y huesuda muralla con enormes lentes negros para el sol. Las enormes gafas le cubrían casi toda su cara chupada y sus sobresalientes pómulos inspiraban miedo.
La figura macabra del negro Caícedo me hizo recordar a los matones de las películas policiacas de Clint Eastwood, estaba pensando en eso, cuando en medio de la soledad del océano Atlántico, la chalupa se detuvo, los dos motores Yamaha se apagaron y la negra Fermina rompiendo el tenso silencio que invadía el largo bote, se dirigió a nosotros y dijo con su voz autoritaria, de quién está acostumbrada a mandar: -Ahora si peruchos me van a decir ¿qué hacen por acá? ¿A qué se dedican?-.
En ese momento se me enfrió el alma. Toda mi vida pasó por mi mente en un segundo y me acordé del día en que mi padre me salvó la vida; me acordé cuando un grupo de senderistas nos atacó rumbo a Puente Piedra; recordé la tarde en que la policía nos disparó, a Nancy Chappel y a mí, y tuvimos que salir huyendo por el cementerio de Surco, etc. En segundos recordé los momentos más difíciles que pasé como periodista y antes que Alberto dijera algo, me adelanté y le respondí a la obesa colombiana de cara delgada y simpática. Se notaba que en su juventud había sido una morena muy hermosa. Le respondí: “Somos escritores, poetas”. Me daba miedo decirle que éramos periodistas. Pensé si le digo eso aquí nos fondean. Entonces, la negra Fermina contraatacó diciendo: -¡A ver muéstrame algo que hayan escrito!-.
Alberto no decía nada. Nunca supe que pensó en ese momento. Sabía que era cinta negra en Karate y que muchas veces había peleado, pero ese día con el sol abrazador del Caribe y la soledad del mar, los más prudente era mantener la calma. Así que ante el silencio de Alberto y la expectativa de la Fermina, del negro Caícedo, de la chica del pantalón de comando, y de tres negros más de la tripulación de la chalupa que nunca dijeron nada y parecían los guardaespaldas de la morena mandona; saqué de mi mochila un engargolado y le comenté: -Este es mi poemario, éstos son mis poemas. Tenga véalo-.
Mi libro fue volando de la proa a la popa en medio de un silencio similar al paisaje que nos rodeaba: Sol y agua, agua y sol. No había nada a nuestro alrededor.
Entonces la negra Fermina tomó mi poemario, lo comenzó a revisar y rompió el silencio aterrador con un enorme grito: -¡Este poema es para mi hijo!-....Y en seguida agregó: ¡Perucho regálame este poema! ¡Quiero que mi hijo se lo lea a mi padre!.....Le respondí: - El poemario es tuyo, puedes quedarte con él-.
Pero no lo quiso todo, sólo arrancó la página donde estaba el poema que a comienzo de los años 80 le escribí a mi abuelo Grimaldo en su casa de los Barrios Altos de Lima. Arrancó la hoja, me devolvió mi poemario y gritó como una loca: -Me encanta la berraquería!-.
Los motores Yamaha se volvieron a encender, la negra nos sonreía, el negro Caícedo nos observaba mostrando su fina dentadura blanca, la chica del pantalón de comando nunca dijo nada, los otros tres morenos parecían estatuas de ébano sin vida, Alberto no dijo nada. Sólo miraba al horizonte, yo me sentía más relajado y llegamos a tierra panameña un poco antes de las 6 de la tarde.