Bosques del Señor de Huamantanga, en la montaña cafetera del Marañón, provincia de Jaén, Cajamarca, Perú. La tierra de mi abuelita Zoila.
Mi abuelita Zoila
Heredia es su apellido
de la serranita hermosa
que nació en la montaña
de los excelentes cafetales del Perú.
La venta de café,
por bultos y quintales,
fueron los culpables
de los continuos viajes
que hacían sus padres
del marañón hacia la costa
y
de la costa al marañón.
Y en ese ir y venir,
con los granos espirituales,
de Jaén a Chiclayo
y
de
Chiclayo a Jaén,
la hermosura
de la sembradora de café
despertó el amor
del negrito Manuel.
El joven peluquero,
amante de las matemáticas,
del buen verbo
y
del saber
era un novel viudo,
con un par de niños:
Víctor y Gumercindo;
y
con muchas ganas
de amar y querer.
La sembradora de café,
la serranita Zoila
quedó impactada por él.
La gallardía
y
el porte exterior
del atlético Manuel
la deslumbraron,
la enamoraron
y
sin más cortejos,
ni más preludios
el negrito costeño
y
la blanca serranita
se fundieron
en un canto de amor.
Dios estaba contento
con aquella unión.
Con cuatro hijos
les dio su bendición.
Y
a ella un alma bien grande
le dio
para unir
a seis
chiquillos en un solo corazón.
Muy grande tuvo que ser su querer.
Muy grande tuvo que ser su cariño
por el negrito Manuel
y
todos sus diablillos;
porque el destino
le tenía preparada una prueba de amor.
Al cabo de catorce años
Manuel sufría un infarto.
La pérfida muerte llegó por él
y
de una certera estocada
fulminó su cariñoso corazón.
La historia se revertía
ahora ella era una joven viuda,
con seis niños,
muchas lágrimas
y
una sola esperanza,
una sola ilusión
sacar a su familia adelante
con pundonor y tesón.
Gracias al cielo
sus hijatros con creces respondieron
al amor que ella les dio.
Con la ayuda de sus hijos mayores,
como buena serrana,
duró trabajó.
Su hogar salió adelante.
Gumercindo: llegó a
Secretario de Juzgado.
Víctor, de él supe poco,
creo que fue chofer,
porque aún recuerdo su velorio,
y todos comentaban que falleció
en un trágico accidente.
Edmundo, mi padre.
El más fuerte y creativo de todos
fue su dolor de cabeza.
Después de la muerte de mi abuelo
se marchó de su casa.
Recorrió mi nación
hasta que conoció a mi madre
y se casó.
Manuel: el negro.
El más parecido a mi abuelo,
alto, gallardo y de buen porte,
intelectual y político,
fue becado por la OEA
al Brasil, donde se especializó
en la amdministración de aduanas.
Llegó a ser funcionario del Estado Peruano
y
adminsitró
las aduanas de Paita,
Iquitos, Puno
y
del Callao.
De él aprendí a leer
y a jugar ajedrez.
Jorge.
El último de los varones.
El más engreído,
el más simpático,
el adonis de los hermanos,
el asediado por la mujeres,
el abanderado,
el abogado,
el juez,
siempre fue el más amado de mi padre.
Mi tía, Juana,
la única mujer de los cinco hermanos,
víctima de la polio,
un día descubrió su vocación:
se casó y con su esposo
vivieron del alquiler de cuartos y deptos.
Esa fue mi abuelita Zoila:
Una mujer viuda y valiente,
que a base de trabajo
sacó a su familia adelante.
Esa fue mi abuelita preferida
por la que me escapaba
de mi casa para estar
con ella todo el día.
Esa era mi abuelita Zoila
por quien soporté
regaños y castigos;
mas no me importaban
con tal de ir a visitarla
para verla como tostaba el café,
el café de Jaén.
Así es, yo me paraba
en el umbral de la cocina
sin decir nada
para no molestarla,
mientras ella en medio
de un sacro silencio
tomaba el bulto de granos
aún verdes y crudos
y los vaciaba en un enorme perol,
más negro que el negro Manuel.
Me encantaba aquella escena.
Me encantaba ver a mi abuela
en medio de ese ritual
como un sacerdote
en plena misa
a punto de consagrar el vino y el pan.
Con mucho respeto encendía
su estufita de kerosene
en medio del patio,
en la zona más ventilada de
su casa,
entre la cocina y el corral.
El fuego comenzaba a calentar el perol.
Los granos empezaban a crujir.
Y
cuando los granos estaban
en estado de agitación,
brincando como si quisieran salvarse
de la quemazón.
Mi abuelita
tomaba su cucharón de madera
y
con mucho cariño
los movía lentamente
como si estuviera bailando un valsesito
añejo
con cada uno de ellos.
Y
en medio de ese vals
el humo blanco comenzaba elevarse
como una gran nube
volando hacia el sol de la tarde.
El aroma de café fresco y tostado
inundaba toda su casa,
y
los techos de las demás casas,
y
las casas de todo el barrio
y
todo Diego Ferré
y
el viento chiclayano
sabían que mi abuelita
estaba tostando café.
Una vez totados todos
los aromáticos granos
empezaba la molienda.
En su enorme cocina,
tenía un molino de mano
bien asegurado a la pesada
mesa de pura madera.
De puño en puño echaba
los granos tostados en el molino
y
a pulso los iba moliendo
como a ella le gustaba:
café molido.
El cafe molido iba cayendo
en una charola blanca
como sus manos.
Y
con sus manos blancas
agarraba el primer puño
de la primera molienda
para echarlo a la cafetera
esperando que pasaran
las primeras gotas
de café negro
que al instante bebía,
sin echarle agua,
con exquísito placer.
Más tarde, me encantaba
ver a mi abuela
tomando café
con mis tíos,
con mi padre,
con sus amigos
los Morales,
todos sentados alrededor
de la gran mesa
allí en la cocina
hablando
y
bebiendo café.
Cuando murió mi abuelita,
yo tenía nueve años.
Desde aquel entonces
nadie más volvió a tostar
y
moler el café como lo hizo ella.
Como lo hizo mi abuelita Zoila,
bailando un valsesito añejo
con sus granos de café.
Mi abuelita Zoila
Heredia es su apellido
de la serranita hermosa
que nació en la montaña
de los excelentes cafetales del Perú.
La venta de café,
por bultos y quintales,
fueron los culpables
de los continuos viajes
que hacían sus padres
del marañón hacia la costa
y
de la costa al marañón.
Y en ese ir y venir,
con los granos espirituales,
de Jaén a Chiclayo
y
de
Chiclayo a Jaén,
la hermosura
de la sembradora de café
despertó el amor
del negrito Manuel.
El joven peluquero,
amante de las matemáticas,
del buen verbo
y
del saber
era un novel viudo,
con un par de niños:
Víctor y Gumercindo;
y
con muchas ganas
de amar y querer.
La sembradora de café,
la serranita Zoila
quedó impactada por él.
La gallardía
y
el porte exterior
del atlético Manuel
la deslumbraron,
la enamoraron
y
sin más cortejos,
ni más preludios
el negrito costeño
y
la blanca serranita
se fundieron
en un canto de amor.
Dios estaba contento
con aquella unión.
Con cuatro hijos
les dio su bendición.
Y
a ella un alma bien grande
le dio
para unir
a seis
chiquillos en un solo corazón.
Muy grande tuvo que ser su querer.
Muy grande tuvo que ser su cariño
por el negrito Manuel
y
todos sus diablillos;
porque el destino
le tenía preparada una prueba de amor.
Al cabo de catorce años
Manuel sufría un infarto.
La pérfida muerte llegó por él
y
de una certera estocada
fulminó su cariñoso corazón.
La historia se revertía
ahora ella era una joven viuda,
con seis niños,
muchas lágrimas
y
una sola esperanza,
una sola ilusión
sacar a su familia adelante
con pundonor y tesón.
Gracias al cielo
sus hijatros con creces respondieron
al amor que ella les dio.
Con la ayuda de sus hijos mayores,
como buena serrana,
duró trabajó.
Su hogar salió adelante.
Gumercindo: llegó a
Secretario de Juzgado.
Víctor, de él supe poco,
creo que fue chofer,
porque aún recuerdo su velorio,
y todos comentaban que falleció
en un trágico accidente.
Edmundo, mi padre.
El más fuerte y creativo de todos
fue su dolor de cabeza.
Después de la muerte de mi abuelo
se marchó de su casa.
Recorrió mi nación
hasta que conoció a mi madre
y se casó.
Manuel: el negro.
El más parecido a mi abuelo,
alto, gallardo y de buen porte,
intelectual y político,
fue becado por la OEA
al Brasil, donde se especializó
en la amdministración de aduanas.
Llegó a ser funcionario del Estado Peruano
y
adminsitró
las aduanas de Paita,
Iquitos, Puno
y
del Callao.
De él aprendí a leer
y a jugar ajedrez.
Jorge.
El último de los varones.
El más engreído,
el más simpático,
el adonis de los hermanos,
el asediado por la mujeres,
el abanderado,
el abogado,
el juez,
siempre fue el más amado de mi padre.
Mi tía, Juana,
la única mujer de los cinco hermanos,
víctima de la polio,
un día descubrió su vocación:
se casó y con su esposo
vivieron del alquiler de cuartos y deptos.
Esa fue mi abuelita Zoila:
Una mujer viuda y valiente,
que a base de trabajo
sacó a su familia adelante.
Esa fue mi abuelita preferida
por la que me escapaba
de mi casa para estar
con ella todo el día.
Esa era mi abuelita Zoila
por quien soporté
regaños y castigos;
mas no me importaban
con tal de ir a visitarla
para verla como tostaba el café,
el café de Jaén.
Así es, yo me paraba
en el umbral de la cocina
sin decir nada
para no molestarla,
mientras ella en medio
de un sacro silencio
tomaba el bulto de granos
aún verdes y crudos
y los vaciaba en un enorme perol,
más negro que el negro Manuel.
Me encantaba aquella escena.
Me encantaba ver a mi abuela
en medio de ese ritual
como un sacerdote
en plena misa
a punto de consagrar el vino y el pan.
Con mucho respeto encendía
su estufita de kerosene
en medio del patio,
en la zona más ventilada de
su casa,
entre la cocina y el corral.
El fuego comenzaba a calentar el perol.
Los granos empezaban a crujir.
Y
cuando los granos estaban
en estado de agitación,
brincando como si quisieran salvarse
de la quemazón.
Mi abuelita
tomaba su cucharón de madera
y
con mucho cariño
los movía lentamente
como si estuviera bailando un valsesito
añejo
con cada uno de ellos.
Y
en medio de ese vals
el humo blanco comenzaba elevarse
como una gran nube
volando hacia el sol de la tarde.
El aroma de café fresco y tostado
inundaba toda su casa,
y
los techos de las demás casas,
y
las casas de todo el barrio
y
todo Diego Ferré
y
el viento chiclayano
sabían que mi abuelita
estaba tostando café.
Una vez totados todos
los aromáticos granos
empezaba la molienda.
En su enorme cocina,
tenía un molino de mano
bien asegurado a la pesada
mesa de pura madera.
De puño en puño echaba
los granos tostados en el molino
y
a pulso los iba moliendo
como a ella le gustaba:
café molido.
El cafe molido iba cayendo
en una charola blanca
como sus manos.
Y
con sus manos blancas
agarraba el primer puño
de la primera molienda
para echarlo a la cafetera
esperando que pasaran
las primeras gotas
de café negro
que al instante bebía,
sin echarle agua,
con exquísito placer.
Más tarde, me encantaba
ver a mi abuela
tomando café
con mis tíos,
con mi padre,
con sus amigos
los Morales,
todos sentados alrededor
de la gran mesa
allí en la cocina
hablando
y
bebiendo café.
Cuando murió mi abuelita,
yo tenía nueve años.
Desde aquel entonces
nadie más volvió a tostar
y
moler el café como lo hizo ella.
Como lo hizo mi abuelita Zoila,
bailando un valsesito añejo
con sus granos de café.
Carlos E. Cabrejos Bocanegra. México 18 de abril de 1997