Garabatos de un caminante

Garabatos de un caminante
Apizaco, Tlaxacala, México

domingo, 2 de enero de 2011

DOÑA VEGA

Esta es la plaza de Armas de Chiclayo, donde nací y aprendí
a caerme y levantarme. (Foto: gedifi)

por: Carlos Cabrejos Bocanegra

Blanca como sus suspiros era doña Vega.
La dueña de la panadería entre las esquinas
de Balta y Francisco Cabrera.

Su ondulada cabellera,
hilos finos de los tejedores
de las sombras de la noche,
con dulzura acariciaban su robusta espalda.

Sus ojos grandes, dos choloques
más negros que los huacos chimú,
briilaban siempre más que el jade.

En su rostro, siempre sonriente y maquillado
como molletitos chiclayanos,
lucía invariablemte su perfilada nariz.

Su cuerpo, relleno por los años,
mostraban aún las manos del sensual artista
que con pasión la esculpió.

De busto generoso y sensuales caderas,
doña Vega reflejaba por todos lados
la belleza de la mujer de mi tierra,
de mi tierra chiclayana.

En su singular belleza brillaban:
el espíritu del noble nativo
y el alma viajera
del conquistador español.

Así era doña Vega. Una mujer bella.
Tan bella y trabajadora
como son las mujeres de mi tierra.

Doña Vega mujer hacendosa
amaba con entrega
a su larguirucho esposo
un policía de la Guardia Civil.

De su esposo no tengo mucho que decir,
sólo lo veía llegar
siempre muy serio
con su uniforme verde,
sus botas negras
y
su casco blanco
de guardia de tránsito.

Era como un fantasma
de quien no recuerdo ni su voz,
ni su sonrisa,
sólo sus pasos firmes y marciales de policía.

Mas no nos asustaba, porque doña Vega
con una cariñosa sonrisa a mi madre
le preguntaba ¿Cómo está doña Marina?
y agregaba: "ya está grandote su Carlitos"...

Y esas palabras eran el punto de partida
de una desestresante charla de vecinas.
El policía por arte de magia desaparecía.
Y yo me deletitaba mirando las vitrinas:
Gozaba con el olor del pan francés
recién horneado,
con el aroma calientito de las marraquetas
y
empanadas;
de los alfajores, barras y kinkones;
de las roscas, rosquitas y roscones;
de las cemas, cemitas y chancays;
de bizcochos y encimadas;
de las cocadas, de los dulces de camotillo, higo y membrillo;
de los cachitos de manteca
y
de los suspiros
que en el paladar nos hacían suspirar...

Hummmm...

Todo estaba fresco y bien rico...

Hummm...

¡Que manjares, amigos míos!
Que manjares
los que disfrutaba
cuando era niño.

Sí, y cuando era niño
me encantaba ver a mi madre
saboreando sus dulces de higo y mebrillo.
Eran sus preferidos.

A mi padre le gustaba mucho
sus marraquetas
bien calientitas
con mantequilla
de la cholita.

(¡Qué mantequilla tan rica,
tan cremosa y saladita
que la cholita despachaba
en pancas de choclo
allí en el centro
del mercado central!)

Mi hermana Alicia
y
yo peleábamos por las rosquitas
cuyo sabor inigualable
no he vuelto a probar jamás.

Pero lo que nos gustaba a todos
sin discusión alguna
eran los alfajores, barras y kinkones
rellenos siempre
de un exquísito majarblanco peruano.

Majarblanco que elaboraban
tres calles al norte de mi casa,
en la famosa fábrica de helados
"La Flor del Norte".

Tan famosa por su majarblanco
como por sus helados de lúcuma
que consumíamos todo el año.
¡Qué agasajo nos dábamos!.

¡Que años aquellos!
Eran los años más prósperos
y en especial para doña Vega
que tenía una gran variedad de clientela.

Daba gusto verla atender
a los estudiantes de Derecho,
quienes con una gaseosa y un chancay
regresaban a sus aulas a estudiar.

A los oficinistas que pasaban por su pan
a la hora de almorzar, a la hora del lonche
y a la hora de cenar;
aún no existía
el deshumanizante horario corrido,
ni las inhumanas teorías de productividad.

A los viajeros que iban de Chiclayo a Lima
por la clásica línea Perú-Express
y que nunca partían
con las manos vacías.

(Quien menos llevaba a la capirucha
un kinkón San Roque
y si el dinero no les alcansaba
mínimo una barra o unos alfajores)

A los paseantes, que en las noches frescas de verano,
caminaban por la avenida Balta hacia la Plaza de Armas
y de la Plaza de Armas, otra vez, por la Av.Balta
hasta la avenida Bolognesi.

Y en ese ir y venir
algún manjar de doña Vega
se les tenía que antojar.

Yo creía que todo el mundo
le compraba a doña Vega,
y las vecinas del barrio
siempre allí hablando de ella,
hablando con ella.

Conversaban de sus ventas
de lo bien que le iba,
que pronto sería muy rica
y que por eso Cesitar se merecía
estudiar en el colegio de curas
"Manuel Pardo".

Por eso a Cesitar siempre le cantábamos:
"La marina tiene un barco,
la aviación tiene un avión
y el colegio Manuel Pardo
tiene un cura maricón".
Pero esa es otra historia
y es tema de otro poema,
ahora sigamos con Cesitar
y su mamá doña Vega.

Hasta donde sé,
Cesitar era su único hijo.
Y como hijo único era gordito,
engreído
y crecía sin ensuciarse
las manos con los juegos de la calle.

Cesitar creció lejos de la pega y el ampay,
del chicote escondido, de la rayuela
y
el tarro-tarro;
de la quinela y la pichanga,
del pañuelito saltao, del " ha llegado una carta...";
del trompo, las bolitas, el bolero
y
la tiracha...
de todos esos juegos
que disfrútabamos en grande
los chíbolos
de la calle 5 de Francisco Cabrera.

No, Cesitar no jugaba con nosotros
él creció con caprichos de pituco
y
pronto sus caprichos crecieron con él
hasta poner de cabeza a doña Vega,
quien ya no fue la misma de siempre.

La sonrisa amable de doña Vega
se convirtió en una mueca triste.
Los pasos marciales de su esposo
perdieron firmeza y se convirtieron
en un caminar nervioso.

Cesitar cambió las barras y alfajores
por burros de yerba mala,
y
formó parte de los "astronautas"
de las esquinas entre las calles
Manuel María Izaga y Teatro.

Esquina conocida, por la collera,
como la "nasa";
porque allí se reunían todos los
"astronautas" de mi tierra.

Ahondar en más detalles esta demás,
doña Vega estaba desolada
su esposo nunca encontró respuestas.
La panadería estaba herida de muerte.
Las vitrinas se quedaron solas lentamente.

Hasta que un tu san, el chino Kant,
compró la esquina
que a partir de entonces
ya no fue la misma.

El tu san cambió de giro
quitó la panadería
y
continuó con su tradición
de bodeguero.

Desde aquel día
el aroma a pan caliente
se desvaneció para siempre.

Los alfajores de doña Vega
ahora sólo los difruto
con los dulces recuerdos
que guardo de aquella mujer
que se deshizo de todo
con el único propósito
de ver reir una vez más
a su único hijo...

México 19 de mayo de 1996

Dios bendiga a todas esas madres y padres que luchan contra viento y marea por salvar a sus hijos del vicio y las drogas.
















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