Garabatos de un caminante

Garabatos de un caminante
Apizaco, Tlaxacala, México

sábado, 12 de septiembre de 2020

RELATO DOS: LA CHICA DEL PANTALÓN CAMUFLADO

Antes de llegar a Obaldía, nos detuvimos a almorzar en Sapzurro, un lugar paradisíaco del caribe colombiano, ubicado en la esquina de América del Sur, con aguas como las de Cancún, pero con una pequeña población menor a los 600 habitantes.

Hacía mucho calor, tiré mi mochila sobre la arena blanca, junto a los pies de Alberto y corrí a meterme con todo y ropa al mar de agua verde claro, azulada y turquesa; pero, ¡Oh, gran decepción!...el agua era tibia, tibia como un café que no está caliente, ni está helado y no se puede beber. (Me encanta un buen café caliente o un buen café helado; pero, tibio no me sabe a nada).

En ese momento extrañé el agua oscura y fría de Pimentel. Claro, Pimentel no es el Caribe, pero sus aguas son frescas, frías, heladas, en invierno; pero desde el primer chapuzón nos quitaban el calor, nos refrescaban sabroso.

Con el mismo calor que entré salí del agua y le comenté a Alberto que en ese instante comprendí porque los caribeños enviaban a Lima a sus marinos, para recibir entrenamiento militar en la Marina de Guerra del Perú. A los pobres caribeños los llevaban a las cinco de la mañana a La Punta, en el Callao, y los metían “calatos” en las aguas chalacas, al que no resistía le daban de baja.

Nos reímos un rato imaginándonos a los caribeños en el agua helada del Callao y también nos carcajeamos de los argentinos que una vez vi como salían corriendo del comedor de oficiales de la infantería peruana, ubicada en Ancón. Esa tarde estábamos almorzando cuando tembló, fue algo leve, pero los marinos de la albiceleste salieron corriendo como almas que espanta el diablo. Al regresar comentaron: “Es que en Argentina no es común, che”.

Así entre risas y recuerdos llegamos al único restaurante de Sapzurro, donde los afrocolombianos al ritmo de reggae disfrutaban de la vida bailando y bebiendo ron de Medellín a pico de botella. Era la primera vez que escuchaba ese ritmo.

Alberto en su adolescencia y parte de su juventud había sido músico, no sólo sabía karate, sino que hablaba perfectamente inglés, un poco de francés y tocaba el bajo. Así que en unos minutos camino al restaurante turístico del lugar,  me dio una cátedra de música, me habló de Bob Marley, de Jamaica y la historia del Reggae.

Ese ritmo era contagioso, Alberto cantaba en inglés, y, por la sangre negra que corre en mis venas, me dio ganas de bailar imitando a los hermanos colochos. Tomamos una mesa, el restaurante, para un lugar casi despoblado era bastante bonito, amplio con unas 20 mesas, decorado con motivos locales y jamaiquinos. La música y el ambiente nos hizo olvidar lo que habíamos pasado en medio de la soledad del mar y pedimos algo del lugar, pensé que podíamos comer pescado; pero en lugar de eso sólo había bistec con mucho plátano frito. Así que eso fue lo que comimos carne con plátanos fritos y una cerveza helada.

En tanto, la chica del pantalón camuflado, comía lo mismo en el grupo de la negra Fermina. El negro Caícedo estaba a su lado, pegado como una peligrosa malagua.

A estas alturas la ropa que llevaba puesta estaba seca, terminamos de almorzar y seguimos el viaje rumbo a Panamá.

Durante toda la travesía nunca, ni siquiera en Sapzurro, cruzamos una palabra con la chica del pantalón militar; pero al llegar a Obaldía cerca de las 6 de la tarde, ocurrió lo inesperado. Alberto y yo bajamos de la chalupa y sin alejarnos mucho de la playa fuimos directo a la oficina de migración de Panamá en el puerto militarizado de Obaldía.

En una casa vieja casi vacía, sin muebles, más que una mesa y una silla, nos atendió una mujer gordita de cabello corto, tipo nativa, de rostro duro,  con su uniforme de las Fuerzas de Defensa de Panamá (FDP). Habían otros tres o cuatros soldados más, todos sin armas, pero fue la mujer militar quien nos recibió y nos selló los pasaportes para ingresar legalmente al país que en esos momentos era gobernado por Manuel Antonio Noriega, el “cara de piña” como le decían los centroamericanos.

Mas al ingresar la chica del pantalón camuflado, fue el único instante en que se despegó del negro Caícedo, la efectiva de la FDP, exclamó con voz marcial: ¡Son las seis de la tarde, la oficina está cerrada!.... Alberto y yo nos quedamos boquiabiertos, sorprendidos, no creíamos lo que estaba pasando. La chica del pantalón camuflado con lágrimas en los ojos, suplicante le dijo a la gorda acholada: ¡Por favor, no me hagas esto!...¡Déjame entrar!....Y una vez más grito entre lágrimas: ¡Déjame entrar!...Pero la mujer de la FDP endureció la mirada y de un portazo cerró la oficina. Los otros tres militares viendo al negro Caícedo sonreían con malicia, los dientes le brillaban al perverso colocho, cuando la muchacha del pantalón camuflado se dirigió a nosotros y grito: ¡Ayúdenme!....¡Ayúdenme!....¡No me dejen aquí!…. Pero, enseguida el negro Caícedo la tomó del brazo izquierdo y con un tono de voz severo, como diciendo no se entrometan, expresó: “No se preocupen, peruchos, mañana la traigo de vuelta”.. Dicho eso, agarro más fuerte el brazo de la muchacha, ella sintió el apretón y en automático guardó silencio. Sólo nos miró, con una mirada suplicante que hasta la fecha no puedo olvidar. Alberto y yo nos quedamos callados, en shock, no sabíamos que hacer, ni que decir, éramos víctimas de una gran impotencia y de la mirada fija de los tres militares de la FDP que no se movían para nada de sus lugares. La chica del pantalón camuflado callada y al ritmo del negro Caícedo se alejó de nosotros rumbo a la chalupa de la negra Fermina. La tarde estaba cayendo y en medio de un rito afónico caminamos hacia el centro del puerto en busca de un lugar para pasar la noche.

Creo que fue una de las noches más oscuras de mi vida y a pesar de que miles de luciérnagas y más de una docena de cervezas Atlas, nos querían ayudar a olvidar, no podíamos ignorar lo de aquella tarde, ni podíamos sacarnos de nuestra cabeza la mirada suplicante, de tristeza y derrota de aquella chica del pantalón camuflado.

 

domingo, 6 de septiembre de 2020

EL POEMA A MI ABUELO NOS SALVÓ LA VIDA

 

El 28 de agosto en todo México se celebra el día de los abuelos.

Este día, me hizo recordar como el poema que le escribí a mi abuelo Grimaldo, papá de mi mamá, nos salvó la vida cuando viajaba con mi amigo Alberto Morales Calvo, por el Caribe colombiano.

Era un 5 de setiembre de 1988, cuando Alberto y yo nos embarcamos en un chalupa rumbo a Panamá.

Ya teníamos cinco días viajando por tierra con el único propósito de llegar a Canadá. Hasta el momento nuestro viaje había sido tranquilo. Partimos de Lima rumbo al Ecuador un 30 de agosto del mismo año. En el autobús conocimos a un gringo de 25 a 30 años, viajaba con una pequeña mochila y un palo barnizado de rojo oscuro, medio metro de largo, por dos centímetros de diámetro,  con tapas de metal dorado en las puntas y lo hacía girar entre sus dedos como una guaripolera.

El gringo y el resto del pasaje se quedó en Tumbes y nosotros seguimos rumbo a Quito.

Pese a lo que nos habían dicho de los ecuatorianos no tuvimos ningún contratiempo.

En Quito conocimos a una pareja de quichuas. La mujer de rasgos andinos, simpática, sin maquillaje, chapeada al natural, usaba un huacal de collares en el cuello, era callada; mientras su pareja era más sociable, le gustaba conversar, vestía totalmente de blanco y pese a su baja estatura usaba una larga trenza que le llegaba hasta la cintura.  Charlamos con él, mientras anunciaban nuestra partida rumbo a Colombia. Era un hombre orgulloso de su historia, decía que era descendiente Rumiñahui, hermano de Atahualpa y, entre hombres, comentó que su trenza era su sex appeal para conquistar a las turistas extranjeras, que se asombraban del color tan negro de su larga cabellera.

Sin más, continuamos nuestro viaje a Colombia. Entramos por Ipiales,  seguimos hacia Cali, luego Medellín y de allí a Turbo en el Caribe colombiano. Para no gastar en hoteles viajábamos de noche, dormíamos en el autobús, y de día nos dedicábamos a recorrer las ciudades. Hasta ese momento todo iba bien. Sólo ocurrió un incidente en el terrapuerto de Cali. Allí detuvieron y golpearon muy duro a un muchacho de 16 o 18 años por robarse un sanguche de queso.

Después de eso nada pasó hasta seguir nuestro camino a Turbo.

Teníamos que ir a ese polvoriento, caluroso, olvidado y pobre puerto para brincar a Panamá. Así lo teníamos planeado. Seguimos adelante;  pero, esta vez ya no viajábamos en autobuses de primera clase con aire acondicionado, baño y video; esta vez, ya no habían retenes cada cinco kilómetros, ni veíamos a los agentes de la policía colombiana con su uniforme camuflado y armados hasta los dientes, ya no habían más agentes del DAS (Dirección de Administración de Seguridad), que nos pidieran nuestros documentos y preguntaran a dónde vamos, toda esa máquina de seguridad se acabó rumbo a Turbo. Es más se acabaron hasta los autobuses de lujo, ahora más que un ómnibus, nos tocaba viajar en un urbano con asientos incómodos, como esos colepatos que echan humo por todo Lima o esos chimecos que en México siguen uniendo Chimalhuacán con Ciudad Nezahualcóyotl y la capital.

La gente subió hasta con sus animales al modesto camión. Lo bueno que Alberto y yo logramos un par de asientos atrás del chofer y viajábamos a vuelo de pájaro, es decir, con una pequeña mochila, un par de pantalones, un par de mudas y un par de polos. Yo llevaba un poco más de equipaje porque cargaba dos poemarios que había engargolado para el concurso de literario  de Petroperú. No obtuve ningún premio, pero en su momento,  mis garabatos lograron que mi Jefe de Redacción, César Lengua, me invitará unos whiskies y habláramos de poesía hasta la medianoche. De allí cada quien se fue borracho a su casa.

Al salir de Medellín rumbo a Turbo llegamos a una carretera de tierra llamada las “vírgenes”.

En la curva más ancha de la carretera  se formaba una bahía  natural y en ella  había un altar con muchas imágenes de la Virgen María, cientos de velas encendidas y montones de cruces con flores frescas, otras secas y otras solitarias, olvidadas en el tiempo.

Era de madrugada, estaba lloviendo; pero ese lugar brillaba por las llamas de las velas y el rugido del feroz río Cauca, al lado izquierdo de nosotros. El chofer detuvo la marcha en esa tenebrosa curva, enseguida bajó del urbano con su ayudante y caminaron haciéndose la señal de la cruz hacia las imágenes. Desde la ventana de la máquina observamos en silencio el ritual del chofer y su ayudante. El resto del pasaje rezaba y le pedía a  la Madre del Cielo que nos protegiera para llegar a nuestro destino.

En medio de la lluvia el chofer y su ayudante regresaron, pusieron en marcha el urbano y empezamos a avanzar en medio del lodo y el aguacero.

El chofer iba en silencio, concentrado en el volante. Su ayudante de pie en la puerta veía hacia el frente, descifrando los misterios de la fangosa carretera. El pasaje murmuraba, las mujeres más viejas no cesaban de rezar en voz bajaba.  Parecía que nadie quería distraer al chofer ni al ayudante, la cumbia en ese momento no sonaba; cuando vimos como el ancho de la carretera se iba reduciendo hasta convertirse en una lodosa línea estrecha entre los cerros verdes de la cordillera de la selva colombiana  y el bravo río Cauca.  Como viajero y periodista he viajado mucho, he visto numerosos caminos abismales, en los Andes y la selva peruana, incluso en la sierra mexicana; pero como esa sinuosa carretera de las “vírgenes” no había  visto nada igual.

Entonces comprendí el murmullo de la gente, la concentración del chofer, la precaución de los que venían en sentido contrario y la ansiedad  que teníamos por llegar a nuestro destino final.

Siete horas después llegamos al candente Turbo.  Era como volver a Piura con su sol abrasador y su temperatura de 30 grados centígrados. Aunque no conocíamos a nadie hicimos amistad con un bombero local. Yo era bombero honorario en Lima. Como periodista tomé varios cursos en la capital de mi país y uno de ellos fue el de bombero. Así que caminando por Turbo llegamos de pura casualidad al cuerpo de bomberos local y ese día comimos y pasamos la noche con los tragafuegos del lugar.

Al día siguiente,   muy temprano nos despedimos de los hospitalarios bomberos. Nos aconsejaron que tengamos cuidado con los traficantes locales, agradecimos  y seguimos nuestro camino comparando el calor de Turbo con el de Piura. La diferencia es que Piura es un calor seco, desértico y el de Turbo es húmedo, caribeño.

A las 8 o 9 de la mañana nos embarcamos en la chalupa de la negra Fermina y el zambo Caícedo.   Con nosotros subió una muchacha de 25 a treinta años.

Iba vestida con un polo blanco, con bordados andinos tipo peruanos y usaba un pantalón militar, camuflado, tipo comando y botas color negro. Era delgada, atlética y me hizo recordar a una muchacha de Sendero Luminoso que vi actuar en un atentado terrorista que hubo entre las esquinas de las avenidas Venezuela y Wilson o Garcilaso de  la Vega, en el corazón de Lima.

Esa noche, en plena hora pico,  la senderista lanzó dos bombas molotov en medio de ese transitado crucero, detuvo el tráfico, asustó a la multitud y prendió fuego en el pavimento las iniciales: SL (Sendero Luminoso). Gracias a Dios nadie salió herido, sólo gritos y  gente aterrada que corría de un lado para otro chocándose unos con otros. Yo no me moví de mi lugar frente a los urbanos que iban de Lima al Callao y vi como la  sediciosa aprovechó el pánico y huyó

entre los transeúntes asustados.

En la chalupa la chica del pantalón camuflado respondió a nuestro saludo con un gesto, no dijo nada y Alberto en voz baja comentó:- “Parece peruana”. Luego de unos minutos partió la chalupa. Nos alejamos de Turbo. Entonces intentamos hablarle, pero el negro Caicedo estaba sentado junto a ella como una flaca y huesuda muralla con enormes lentes negros para el sol. Las enormes gafas le cubrían casi toda su cara chupada y sus sobresalientes pómulos inspiraban miedo.

La figura macabra del negro Caícedo me hizo recordar a los matones de las películas policiacas de Clint Eastwood, estaba pensando en eso, cuando en medio de la soledad del océano Atlántico, la chalupa se detuvo, los dos motores Yamaha se apagaron y la negra Fermina rompiendo el tenso silencio que invadía el largo bote, se dirigió a nosotros y dijo con su voz autoritaria, de quién está acostumbrada a mandar: -Ahora si peruchos me van a decir ¿qué hacen por acá? ¿A qué se dedican?-.

En ese momento se me enfrió el alma. Toda mi vida pasó por mi mente en un segundo y me acordé del día en que mi padre me salvó la vida; me acordé cuando un grupo de senderistas nos atacó rumbo a Puente Piedra; recordé la tarde en que la policía nos disparó, a Nancy Chappel y a mí, y tuvimos que salir huyendo por el cementerio de Surco, etc. En segundos recordé los momentos más difíciles que pasé como periodista y antes que Alberto dijera algo, me adelanté y le respondí a la obesa colombiana de cara delgada y simpática. Se notaba que en su juventud había sido una morena muy hermosa. Le respondí: “Somos escritores, poetas”. Me daba miedo decirle que éramos periodistas. Pensé si le digo eso aquí nos fondean. Entonces, la negra Fermina contraatacó diciendo: -¡A ver muéstrame algo que hayan escrito!-.

Alberto no decía nada. Nunca supe que pensó en ese momento. Sabía que era cinta negra en Karate y que muchas veces había peleado, pero ese día con el sol abrazador del Caribe y la soledad del mar, los más prudente era mantener la calma. Así que ante el silencio de Alberto y la expectativa de la Fermina, del negro Caícedo, de la chica del pantalón de comando, y de tres negros más de la tripulación de la chalupa que nunca dijeron nada y parecían los guardaespaldas de la morena mandona; saqué de mi mochila un engargolado y le comenté:      -Este es mi poemario, éstos son mis poemas. Tenga véalo-.

Mi libro fue volando de la proa a la popa en medio de un silencio similar al paisaje que nos rodeaba: Sol y agua, agua y sol. No había nada a nuestro alrededor.

Entonces la negra Fermina tomó mi poemario, lo comenzó a revisar y rompió el silencio aterrador con un enorme grito: -¡Este poema es para mi hijo!-....Y en seguida agregó: ¡Perucho regálame este poema! ¡Quiero que mi hijo se lo lea a mi padre!.....Le respondí: - El poemario es tuyo, puedes quedarte con él-.

Pero no lo quiso todo, sólo arrancó la página donde estaba el poema que a comienzo de los años 80 le escribí a mi abuelo Grimaldo en su casa de los Barrios Altos de Lima. Arrancó la hoja, me devolvió mi poemario y gritó como una loca: -Me encanta la berraquería!-.

Los motores Yamaha se volvieron a encender, la negra nos sonreía, el negro Caícedo nos observaba mostrando su fina dentadura blanca, la chica del pantalón de comando nunca dijo nada, los otros tres morenos parecían estatuas de ébano sin vida, Alberto no dijo nada. Sólo miraba al horizonte, yo me sentía más relajado y llegamos a tierra panameña un poco antes de las 6 de la tarde.

sábado, 5 de septiembre de 2020

LA GLOBALIZACI{ON DEL MIEDO NOS DESHUMANIZA

Salgo a la calle, escuchó hablar a las personas, leo a mis amigos y todos tenemos un sólo deseo: Que todo esto regrese a la normalidad, es decir a nuestra vida de antes, sin Covid 19, sin distanciamiento social, sin restricciones para salir a pasear, para disfrutar de la vida.
Pero veo que la realidad ya es otra, mi nieta de dos años no sale sin tapa boca; entonces pienso en mis épocas de niño cuando mataperreaba por todo Chiclayo y nos escapábamos a la playa; cuando íbamos solos al colegio, sin que nadie nos estuviera cuidando; cuando jugábamos pelota en la calle con apuestas para juntar para el cine y cuando no había plata, nos íbamos a patear latas; cuando era estudiante en la Universidad de Piura y esperábamos los resultados de los exámenes finales para dormir tranquilos...Pienso en todo eso y también pienso en las palabras que escuché un día: Cuando las instituciones de un estado y de una sociedad se corrompen, el terror surge como un mecanismo de equilibrio para someter al pueblo por medio del miedo y de esto se encargan: la policía, la delincuencia y los medios de comunicación social.
En otras palabras, cuando el pueblo ha perdido la fe y la credibilidad en sus gobernantes, en sus empresarios, en su iglesia, en sus universidades, etc., el Estado recurre al terrorismo para fomentar miedo en su población y poder gobernarlo, de allí que las leyes sean tapaderas de la delincuencia.
Es más ahora pienso que esta pandemia no es más que un mecanismo de terror para fomentar la globalización del miedo y paralizar la economía mundial, así como el desarrollo social, psicológico y trascendente del ser humano.
Recuerden que los seres humanos tenemos tres motivaciones:
una primaria que es satisfacer comida, casa y vestido.
La segunda es secundaria o psicológica, que se refiere al desarrollo sano de nuestras emociones, nuestro aprendizaje, nuestro estudio, etc.
Y tercero una motivación trascendente que como seres humanos nos lleva identificarnos con algo, con alguien, a jugar por la camiseta, a hacer altruista a saber servir.
La globalización del miedo nos está paralizando, nos deshumaniza.

 

miércoles, 2 de septiembre de 2020

UNA CHIHUAHUA EN BICICLETA. CURIOSIDADES DE CD. NEZA MÉXICO

 LA CREATIVIDAD NO TIENE LIMITES,  CUANDO SE  AMA EN SERIO